miércoles, 7 de noviembre de 2012

La conjura de lo sones


A Esperanza Jiménez que comparte con nosotros emociones y sensibilidades 

Ella Fizgerald y Louis Armstrong interpretan al alimón “Tenderly” y la pantalla del ordenador parece una ventanita abierta de la mítica Nueva Orleans. Los sones se conjuran para dotar a la tarde de su necesaria patina de cultura y espiritualidad. Los días de noviembre pasan lentos y nos van dejando titiritando cuerpos y almas. Tardes que se enlazan prontamente con la oscuridad de la noche, y que nos retrotraen a los días soñados del hogar, dulce hogar. Estoy terminando de leer una parte de las memorias de Gabriel García Márquez (“Vivir para contarla”) y doy gracias a Dios por darme la posibilidad de existir para saborearla. Todavía respiro y puedo deleitarme con estos placeres (Ella, Louis y Gabo, ¿hay quien de más?). Hay más verdad y autenticidad en el señalizador de páginas de un libro que en las llaves de un coche de alta gama (¿se dice así?). Los coches sirven para desplazarse; los libros deben –o debían- servir para comportarse. Por imperativo de los años dejaremos antes de conducir que de leer o escuchar música. Suenan especialmente hermosos esta tarde la trompeta de Louis y la extraordinario voz de Ella Fizgerald. Se expande el alma ante el talento literario de Gabriel García Márquez. Mi tortuga Pastori empezó ayer su periodo de hibernación. Hasta que la primavera no asome por las jardineras de mi terraza no podré contar con ella. Ahora se me configura como un huidizo animal de compañía que se aleja temporalmente al interior de su propio caparazón. Curioso e inteligente animal este capaz de asistir a mi entierro y luego pedir asilo político en el Parque del Alamillo. Gabo me cuenta en sus memorias el día que siendo un niño entró un toro de estampida en la cocina de su casa. “Cien años de soledad” y cien días más para que, en el calendario sentimental de la Ciudad, alcancemos a “Febrerillo el loco”. Ya quedará menos para la llegada de los días grandes de la Ciudad. La tarde se va muriendo y el pequeño rayo de sol que aún permanece en mi terraza se va difuminando lenta pero inexorablemente. Ya dejamos que los muertos vuelvan a dormir su sueño eterno hasta que pase un año. Se secarán las flores de los cementerios entre los recuentos planetarios de soles y lunas. “No se que tienen las flores llorona / las flores del camposanto / que cuando las mueve el viento llorona / parece que están llorando”. La conjura de los sones se adueña de nosotros para proporcionarle a nuestras almas los pentagramas a modo de alimento espiritual. Mozart, Mairena, Bach, Paco de Lucía, Ella Fizgerald, Caracol, Louis Armstrong, Camarón, María Callas, Count Basie, la de los Peines….como los máximos exponentes de los sonidos del alma. Están conjurados para que la vida no pase por nuestra puerta sin dejarnos la necesaria alforja de felicidad. Nada nos acerca más a Dios que los Cantos Gregorianos. Verdadero antídoto contra el estrés que nos esclaviza y nos deja sin sosiego. Hablamos hoy día sin resuello y “pisando” literalmente lo que intenta decirnos nuestro interlocutor. Lo cantaba magistralmente la recordada cantante italiana Mina: “Parole, parole, parole…” Todo son palabras huecas que solo sirven para romper la conjura de los sones. 

El silencio tiene su sonido. El viento canta cuando silba entre las ramas. El rumor del mar es una oda cantarina que nos regala la Madre Naturaleza. Cantan los pájaros para que su trinar nos mueva al silencio y a la reflexión. No sabemos ya distinguir las voces de los ecos y así nos va.

Los sones de manera armoniosa se conjuran para ayudarnos a vivir y nosotros torpemente (a través del ruido) nos rebelamos contra ellos.

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