miércoles, 21 de noviembre de 2012

De aquí a la eternidad



“No se muere con dignidad; se vive con dignidad” (House)

 Hace ya algunos años le escuché en la Librería Antonio Machado una frase a Alfonso Guerra que se me quedó grabada. Decía: “Moriremos definitivamente cuando muera la última persona que nos tuvo afecto”. Dicho y asumido queda. En la última entrevista que le hicieron a Santiago Carrillo comentaba que: “Venimos de la nada e irremisiblemente volveremos a la nada”. Apuntillaba que la eternidad no existe ni puñetera falta que nos hace. Era una visión agnóstica de la existencia humana tan respetable como las demás. Los cristianos no podemos obviar este debate situando y/o simplificando la eternidad acoplando en ella a buenos, malos y regulares (Gloria, Infierno y Purgatorio). Ha sido históricamente una “teoría” maniquea impuesta, de manera interesada, por las altas esferas de la Iglesia. Un sabio de la talla de José Luis Sampedro afronta este último tramo existencial con el interés y la duda intelectual de que pasará después de fallecer. ¿Termina todo con el último suspiro o sigue después existiendo el alma? Como seres vivos pasamos de la inexistencia a la existencia y, definitivamente, volveremos de nuevo al punto de partida: la inexistencia. La fe mueve montañas pero, no pocas veces, las montañas son más fuertes que la fe. Racionalizar la fe es como intentar que soplando desaparezca una nube en el cielo. Contextualizar el más allá es imposible: ni lo conocemos los que estamos todavía vivos ni dan testimonio aquellos que ya no lo están. ¿Qué es la eternidad? ¿Existe o es en realidad una quimera del ser humano? Conozco a muchos creyentes, muy cultos, que han optado por no enfrentarse dialécticamente a este dilema. La fe debe –o al menos debía- servir para ayudarnos a vivir y, prioritariamente, ayudarnos a morir sin que se apague una ilusión postrera: el que existe algo más. Una forma de vida intemporal donde se orillen, definitivamente, las penas y las zozobras que lleva implícito el ejercicio de la vida. La Ciencia nos explica racionalmente porque nacemos, crecemos, enfermamos, envejecemos y fallecemos. Todo, nos dicen los científicos, se transforma. Hasta ahí llega su cometido. El después, ese después que conforta e ilusiona a los creyentes, siempre será una incógnita por despejar. El Clero oficial siempre atacó despiadadamente a los libre-pensadores. Quien piensa: razona y pregunta. Quién pregunta y no obtiene respuestas: termina por no obedecer. Quién no obedece es perseguido por salirse del “rebaño”. La duda forma parte de la capacidad intelectual del ser humano. La afirmación/negación sobre la eternidad siempre ocupó en la Filosofía un lugar preferente. Lo dejó escrito el escritor británico Bertrand Rusell (Premio Nobel de Literatura en 1950): “Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se debe a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas”. Poco más que añadir

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