Las flores de un campo santo
Que cuando las mueve el viento, Llorona
Parece que están llorando.
Ni en algo tan definitivo y riguroso como la muerte logran los humanos ponerse de acuerdo. Para unos es el final de todo y para otros es tan solo el principio. Estos días, tristes días, vivimos apesadumbrados por el cruel asesinato de un niño de 9 años (la edad de mi nieta Lola). Es inimaginable el terrible dolor que estará padeciendo esa familia y ante la que sólo nos queda mostrarles nuestra solidaridad más humana y sincera. Estos días de Santos y Difuntos me retrotraen a mi niñez cuando comprobaba que los ausentes, a través del recuerdo más sentimental, nunca se iban del todo. Salió de nuevo a la calle el Señor de Sevilla para recorrer un nuevo tramo existencial. Caminaba entre la incertidumbre del tiempo y la certidumbre que marca los momentos del alma. En su rostro difuminado por el incienso y los ciriales se vértebra la mayor lección de Teología de toda la Cristiandad. Es la vida que se entrega a través del sacrificio más solidario y la muerte que se muestra redentora por los caminos de la Fe. El Gran Poder consuela tan sólo con su imponente y serena presencia. Es un bálsamo purificador contra los avatares de la existencia humana. Su dolor es solidario por su propia naturaleza y su andar, parsimonioso y firme, lleva implícito la dignidad de los derrotados en la batalla de la vida (al final lo seremos todos). Lloran estos días los cipreses del campo santo y la Ciudad, como hizo siempre, viste a sus vírgenes de luto.
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