miércoles, 7 de abril de 2010




Y pasa la vida
igual que pasa la corriente
cuando el río busca el mar;
y yo camino indiferente
donde me quiera llevar (Romero San Juan)



Pasó la Semana Mayor de la Ciudad. Fugazmente, como sucede en la vida con todo lo bueno. Nos dejó, eso si, su pozo de nostalgia y la sensación de que la espera será excesivamente larga. No debemos mostrarnos tristes, aunque si por momentos nos atrapa la melancolía añorando lo vivido, no obviemos que este sentimiento ennoblece nuestra condición de sevillanos. Soñamos con lo que aún no tenemos con la esperanza de que lo bueno esté por llegarnos. Lo que conocemos como “los preámbulos del gozo”. Ante la triste resaca de estos siete días de esplendor, vino y gloria nos quedarán tres cosas fundamentales: nosotros, la Ciudad y el Hijo de Dios y su Bendita Madre en sus recintos sagrados.

Añoraremos la puesta en escena callejera vivida recientemente, la misma que hicieron inundar nuestros sentidos de tradición, fe, sentimiento y arte. En los primeros días se nos hará extraño pasar por calles y plazuelas hoy semivacías, y hace muy poco verdaderas colmenas humanas. Volverán a sonar ruidos molestos que dimanan del tráfico rodado, donde antes se escuchaban los soniquetes de cornetas y tambores. Hoy seremos de nuevo compulsivos viandantes bajo la implacable dictadura del reloj, cuando hace tan poco éramos penitentes pausados, sin más prisa andarina que aquella que nos marcaba nuestro diputado de tramo.

Caminar por Sevilla con tu Hermandad, siguiendo la senda que nos trazó el Mesías y bajo el halo protector de su Bendita Madre, es de las experiencias más hermosas y gratificantes que soñarse pueda. Da tiempo a reflexionar (la gran carencia de nuestra Sociedad en la actualidad). A observar sin ser observado. A diluirte entre los demás cubierto con una túnica, o unidos por el duro y noble soporte de una trabajadera. Las mismas que nos igualan a todos una vez presto el cortejo en la calle. Por unas horas quedan aparcadas riquezas, títulos, condiciones sociales, vanidades y mezquindades. Lo triste es que muchos –quizás demasiados- cuando se quitan –o nos quitamos- el antifaz o guardamos en un cajón nuestro costal, volvemos a recuperar aquello de lo que nos despojamos al amparo de nuestro habito nazareno. Farisaísmo suelen llamar a esto, pero desgraciadamente va unido a nuestra condición humana.

El balance de lo vivido en una Cuaresma que desembocó en la Semana Mayor de la Ciudad, será tan variopinto como personas la configuran. Para algunos –afortunadamente este año muy pocos- habrá sido de gran frustración por haber impedido la lluvia la salida de su Hermandad, o peor aun por contemplarla en la calle a paso de mudá huyendo de las inclemencias del tiempo. La Semana Santa se fragmenta en miles de sensaciones y emociones. Todas personales e intransferibles. Habremos notado sentidas ausencias o gozado nuevas presencias. Seguro que habrán aflorado en nuestros ojos el brillo del gozo o la pena. Es, en definitiva, el ejercicio de vivir dentro del mágico escenario de la primavera sevillana.




Alguien dirá: huele a azahar
y aspirará profundo en tus callejas;
mientras que una enamorada rozará
una flor que en su pecho sabe a queja.

Se escucharán cornetas y tambores
y el rachear de alpargatas costaleras;
se teñirán tus tardes de primores
y llorarán por tus calles lagrimas de cera.




En lo estrictamente personal me ha resultado una Semana Santa de las que no se olvidan en la vida. Vi el Domingo de Ramos emocionarse a mi madre, a sus 97 años, al paso de la Virgen de la Paz por la esquina de la residencia donde pasa su última etapa terrenal. Desde mi atalaya de tarde de Martes Santo en la Cabeza del Rey Don Pedro, vi en el blanco cortejo de mi Hermandad de la Candelaria a mi hija Alicia gozosa con su maternidad recién estrenada.


Me enfundé mi túnica de ruán en el taller de mi entrañable amigo Eduardo, y desde allí –el Campo de los Mártires- me encaminé gozoso hasta la Colegial del Salvador en una esplendida tarde de Jueves Santo sevillano. Siempre al encuentro del Señor de la Pasión y de mi Virgen de la Merced (por cierto unos pocos hermanos, en su legitimo derecho a discrepar, nos privaron de verla radiante con música tras su palio. De todas formas, triste época esta donde se pleitean cosas banales y se obvian las fundamentales). Me estrené hace muchos años en la Candelaria como nazareno-nieto, y este año en Pasión lo hice como nazareno-abuelo. Somos en definitiva eslabones de una cadena de fe, sentimientos y tradiciones. Los mismos que de manera permanente siempre se están cerrando y abriendo. Atan amorosamente a los que se fueron con los que están y con aquellos que vendrán para tomarnos el relevo. Ellos, conseguirán a la postre, que nuestras almas –cuando ya solo seamos retazos de la memoria- continúen vagando por las calles y plazuelas de la Vieja Híspalis.


Por lo demás lo de siempre. Posiblemente se aumenta el exceso en las formas y decrece en el fondo. Nada nuevo bajo el sol. La Semana Santa dentro de sus múltiples lecturas (antropológica, sentimental, tradicional, cultural, espiritual…) también -¡como no!- cuenta con elementos folclóricos que en poco o nada la benefician. Me temo que no podemos hacer gran cosa para desprendernos, como andaluces, de nuestro pernicioso legado de charanga y pandereta. Un tema que me preocupa especialmente por mi condición de estudioso del flamenco, es el ya irreversible deterioro del “nivel” de las saetas en nuestra Semana Mayor. He escuchado “saetas” ante imágenes de las más señeras (sin desmerecer a ninguna) de nuestra Ciudad de autentico juzgado de guardia. Definitivamente los cantaores flamencos han renunciado a cantar al Hijos de Dios y a su Bendita Madre por calles y plazuelas sevillanas. Se extiende la peligrosa “costumbre” de cantar por penitencia y, al final quienes la hacemos somos los que tenemos la mala suerte de caer cerca del “saetero/a”.

En los años 40 y 50 del pasado siglo solo cantaban desde los balcones sevillanos lo más exquisito del Cante flamenco. Hoy hasta las macetas de algún balcón se ruborizan ante lo que escucha en su sevillano territorio. Si la Junta de Andalucía no lo impide, la tradicional saeta sevillana tendrá dentro de poco más paralelismo con la sardana que con el cante por martinete. Tiempo al tiempo.

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