domingo, 23 de junio de 2013

La lucha por la supervivencia



La conozco desde hace más de treinta años. Es una mujer, vecina de mi calle, con la que cuando me cruzo cada mañana intercambio un educado saludo. No se su nombre pero si a que dedica el tiempo libre. Tiene un hijo y su marido hace –o mejor hacía- chapuces por los pisos de esta deteriorada e irreconocible Barriada de Pino Montano. Es una mujer más que delgada enjuta, de pelo corto casi varonil, austera en el vestir y de pasos cortos y rápidos. Siempre que la he visto porta una enorme bolsa de las de llevar y sobre todo traer cosas. Sale de su casa sobre las ocho de la mañana y nunca vuelve antes de las nueve de la noche. La he visto salir de más de una casa señorial del Centro a las que acude a lavar, limpiar, planchar, coser y cocinar. Estoy seguro de que en sus gastos cotidianos nunca han formado parte los afeites, cosméticos y potingues. Mucho menos los concernientes a las sesiones de peluquería. Las pocas veces que he coincidido con ella dentro de un establecimiento me he fijado en sus manos. Callosas, rugosas y deformadas por el duro trabajo cotidiano. Habla educadamente y casi sin levantar la cabeza como si el hecho de estar viva tuviera que agradecérselo a los demás. Ya debe haber sobrepasado los cincuenta años de edad aunque su físico se encarga de sumar años vividos y trabajados. Estas tardes, donde ya los días se resisten a abandonar su halo de luz, la veo pasar desde mi terraza. Trae el cansancio reflejado en sus andares y la enorme bolsa casi la arrastra por los suelos. En más de una ocasión he estado a punto de pararla y decirle que valoro y admiro profundamente su lucha. Que desde niño pude comprobar que mi madre también fue, como ella, una luchadora por la supervivencia. Pero, ¿quién soy yo para entrometerme en su vida?  Para los políticos de cualquier signo o condición estas mujeres no cuentan en absoluto. Las difuminan en datos estadísticos que es donde mejor se encuentran escabulléndose de los problemas reales de las personas. Mujeres, tristes luchadoras procurando que en sus casas no falte nunca el pan ni la decencia. El ocio para ellas consiste en descansar para volver a la carga a la mañana siguiente. Un día serán vencidas definitivamente por el paso de los años. Nadie se acordará de ellas y ningún colectivo feminista reivindicará su dura lucha.  Pasarán por la vida deprisa y sin molestar. Su existencia se fraguó entre caminatas, autobuses, cacerolas, peroles, costuras, fregonas y planchas. Cuando dejemos de verlas también nosotros dejaremos de vernos en el espejo de la decencia. Luchadoras por la supervivencia.  Ángeles terrenales a los que sin dudar Dios les tendrá reservado un sitio de privilegio. Nadie hablará de nosotros cuando hayamos muertos y de ellas menos todavía.

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