viernes, 14 de enero de 2011

Los gatos de la vieja Híspalis.



Gatos, muchos gatos. Sevilla es una Ciudad donde siempre –menos ahora (¿)- han proliferado los gatos. A la largo de la Historia y, unidos a las distintas civilizaciones, siempre estuvieron omnipresentes. Abundaban y formaban parte indisoluble de la vida cotidiana tanto en el Egipto de los faraones como en la Roma Imperial. Recuerdo en mis cortos años escolares que a la vuelta del colegio, y en compañía de un amigo del alma, nos parábamos un rato en la calle Mármoles y nos sentábamos junto a las columnas romanas. Nos llamaba la atención la cantidad de basura acumulada junto al basamento de las mismas, una “pequeña vivienda” existente al fondo a la derecha y, ¡los gatos!, la enorme cantidad de gatos que pululaban por allí. Engullían compulsivamente la comida que almas caritativas se preocupaban de proporcionarles. Huelga decir el insoportable olor que despedía aquel enclave urbano que, a la postre, se nos configura como el más antiguo de Sevilla.

En nuestra Ciudad siempre hubo decenas, cientos, miles de gatos…. (solo una hubo una época donde desaparecieron en Sevilla y en el conjunto de la Piel de Toro: los primeros años de postguerra. Las razones eran obvias). La masiva aparición de los perros es relativamente reciente y, curiosamente, dicha irrupción perruna se produce paralelamente a un más que notable descenso gatuno. Mi padre siempre tuvo algún gato en nuestra modesta vivienda, y doy fe que este bello animal es cualquier cosa menos domestico. Un perro se puede llegar a domesticar con afecto, perseverancia y dedicación, un gato es indomesticable por su propia naturaleza de felino. La mirada de un perro desprende bondad la de un gato desconfianza. Los perros presagian terremotos y tormentas, los gatos lo hacen con la muerte. Tienen siete vidas por saber robarles el último aliento de las suyas a los humanos. El perro es un claro ejemplo de fidelidad, el gato es: simplemente un gato. Nunca buscará alijos de drogas en una aduana. Tampoco la localización de personas desaparecidas en la alta montaña. No manejará un rebaño de ovejas; ni será eficaz complemento de cazadores. No será los ojos de algún invidente; ni tampoco guardián de nada ni nadie. Se dedica a mantenerse limpio, alimentado y siempre en estado de alerta ante los humanos. Su principal preocupación, que no es poca, es la de ejercer de gato. El perro, sin ningún género de dudas, es el mejor amigo del hombre, pero el gato es quien mejor lo conoce. No se fía de él y no está dispuesto a colaborar con nada que este le requiera. Hace bien, pues ha visto y padecido sobre sus carnes, desde las siete plagas de Egipto hasta el declive y la decadencia sangrienta de Roma y, el olor a sangre y pólvora de incontables y cruentas guerras. ¡Lo que no habrán visto los gatos!

Sevilla cada día tiene más cosas prescindibles y menos de las absolutamente necesarias. Los gatos del ayer eran vecinos estáticos en los pretiles de las azoteas. Ágiles en sus felinos movimientos por tejaillos, canalillos y balcones y, recordman de los cien metros lisos en la nunca fallida caza de ratones. Han desaparecido de la Ciudad como por arte de magia. Los pocos gatos callejeros que quedan están desubicados y desorientados. Se preguntan, ¿cómo ser hoy gato rebelde en una Ciudad adormecida por la mansedumbre? Pocas posibilidades tienen los felinos de ejercer su innata rebeldía en una Sociedad, la sevillana, donde nos dejamos atrapar, sin resistencia, por tanto politiquillo mediocre y tanta mentira suelta.

Gatos del ayer de hermosas y desconfiadas verdes miradas. Maullando en las noches de los crudos inviernos, cual lobos esteparios, en los corrales de vecinos. Hermosos rescoldos rebeldes de una Sevilla que ya no está ni se le espera. La misma que se agacha de continuo para recoger la “caca”, no ya tan solo de sus perros, sino la que desprende algunos de sus políticos.

Hoy brindo por vosotros esquivos y desconfiados felinos de mi infancia. Herviré agua del pilón de mi patio en una cacerola “colará” de Esmaltaciones San Ignacio, y vertiré en la misma jugosas cabezas de pescado del Mercado de la Encarnación. Las dejaré en un recipiente justo en el poyete de la calle Mármoles donde me sentaba de niño a contemplaros. Comed despacio por ver si, mientras os contemplamos, se nos pega algo de vuestra innata y secular rebeldía. Hacen falta más gatos dados los tiempos de conformismo perruno en los que estamos inmersos.

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