domingo, 22 de septiembre de 2013

El tiempo dormido





Sinceramente no sería capaz de concretar con exactitud cuantos años tiene mi tortuga “Pastori”.  A ojo de buen tortuguero debe rondar casi un cuarto de siglo. La compramos un domingo en la Plaza de la Alfalfa cuando tan solo era un inquieto galapaguillo color verde esmeralda. En la actualidad es una respetable y voluminosa tortuga que se desplaza a ritmo muy lento por los laberintos de mi “cueva”.  Según haga frío o calor tiene dos rincones preferidos. Cuando empieza a hibernar (a mediados de noviembre) se sitúa en un hueco del salón a salvo de la lluvia y el frío.  Después, cuando ya toca moverse con los calores, se queda por las noches en un rincón de la terraza más próximo a la calle. Todo medido y todo programado para que su vida transcurra sin grandes sobresaltos. Después de estudiar su anatomía he buscado en Internet a que grupo pertenece mi “Pastori” y no termino de aclararme. He terminado por denominarla “tortuga hispalense” y claramente emparentada por vía “reptilínea” con el “Lagarto de la Catedral”. En mi calle se producen una serie de raros acontecimientos -vía animales de compañía- cuyo origen posiblemente esté en su proximidad con el hoy extinto Psiquiátrico de Miraflores. Quien tuvo retuvo y mantuvo. Un vecino saca a la calle a pasear un gato con una correa. Otro, después de protegerse con un guante que le llega hasta la axila, lleva un halcón posado en el brazo.  Otro, también con una correa de perro, pasea un lagarto de ojos saltones. Todo esto es rigurosamente cierto. Visto lo visto, tengo la sensación que a mi tortuga “Pastori” la tengo discriminada, no siendo justo que nunca en su ya larga existencia haya puesto una pata en la calle. Estoy algo dubitativo pues con la lentitud con la que se desplaza me temo que los paseos se harían interminables. Cuando volviéramos al hogar, dulce hogar, y pusiéramos la televisión es hasta posible que Arenas y Rubalcaba ya no estuvieran en la “Política”. Mi tortuga es un termómetro vivencial que funciona como un antídoto eficaz para cuestionar la vida tan estresada que llevamos: a menor movimiento menor tormento. Nunca cambia sus hábitos cotidianos y se rige por cuanto le marca el exterior que le rodea. Pasan los días, los meses y los años y ahí sigue sacando cabeza y patas al sol del mediodía. Se alimenta de camarones secos y sobre todo del paso del tiempo. Momentos dormidos entre el tecleo de mi ordenador, la música de Mozart y Paco de Lucía y los quejíos de Caracol y Antonio Mairena. Sabemos para averiguar la edad de un perro por cuanto de los años humanos hay que multiplicar los suyos, pero ¿cómo calculamos los de la tortuga? En este caso tengo la sensación de que es ella quien lleva la cuenta de mis años. Máxima exponente del tiempo dormido entre nubes de algodón que se desvanecen con la brisa de la tarde. Una tortuga más que un animal de compañía es un animal de costumbres ancestrales. Lleva adherido a su caparazón la eterna pena y el efímero gozo de los seres humanos. El tiempo dormido y perdido para siempre.

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