miércoles, 16 de marzo de 2022

La mirada acusadora


Las tragedias, las grandes tragedias, se concretan de manera acusadora en la tristes miradas de los niños. En las temibles hambrunas de África los niños se mueren de inanición sin dejar de mirarnos para preguntarse y, sobre todo, preguntarnos el motivo de verses abocados a una muerte tan injusta como insolidaria. De sus escuálidos cuerpos infantiles siempre sobresalen unos ojos que son el faro por donde naufragan los barcos de esto que llamamos Humanidad. La Guerra, las guerras, siempre tienen a los niños y a las madres como sus víctimas preferidas. Los niños, con su eterno llanto, son un aldabonazo a nuestras dormidas y cómodas conciencias. Las madres se sienten indefensas para proteger a sus hijos del resultado de tanta barbarie. ¿Cuántas mujeres hemos visto entre los dirigentes rusos que han programado la criminal agresión contra Ucrania?  De especial relevancia ninguna que se sepa. Desde el comienzo de los tiempos los hombres declaran las guerras y las mujeres y los niños son siempre los grandes afectados. La Guerra es una perversa máquina de producir viudas y huérfanos. Las tremendas imágenes que vemos cada día de la masacre rusa en Ucrania nos muestran en toda su cruda realidad la tragedia que viven los niños y sus madres. La imagen de ese niño de once años de edad que camina solitario muchos kilómetros hasta llegar a la frontera con Polonia se ha visualizado millones de veces. Su madre explica a posteriori que tuvo que mandarlo a cubrir esa aventura solitaria por tener que quedarse cuidando a su anciana madre. Todo, como siempre, queda resuelto en clave materna. Los niños con sus miradas acusadoras son el espejo donde, como reflejos de las conciencias, solo pueden mirarse sin agachar la cabeza los seres humanos bondadosos y solidarios. Los niños miran, nos están mirando, para reclamarnos que actuemos en su ayuda antes de que ya sea demasiado tarde para todo. Se los debemos para no enterrar definitivamente al niño que un día fuimos y que siempre debía acompañarnos en nuestra andadura terrenal.

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