miércoles, 13 de septiembre de 2023

La magdalena de Proust



Don Gervasio Fernández de la Peña ejerció de notario durante cincuenta años en un pueblo del Aljarafe sevillano. Repartió su fructífera existencia entre poderes notariales, su familia, su circulo de amigos, su innegociable aficion sevillista y su Hermandad sevillana de la Quinta Angustia. Su padre era un medico de Carmona y su madre una pintora del Arenal sevillano. Hombre sumamente ilustrado y acérrimo militante del bando de los humanistas. Era discreto y exquisito en las formas y reflexivo con el fondo de las cuestiones de la vida. Un hombre bueno en el sentido machadiano del termino. Nada de cuanto le rodeaba le resultó ajeno y mas que solidario hacia suyo los problemas ajenos. Cuando ya había cumplido los noventa años de edad y tenía muy reciente su estrenada viudedad pensó que había llegado el momento de convocar a “su tropa” (así llamaba a sus seis hijos complementados con sus nueve nietos). Era plenamente consciente de que tenía dos o tres enfermedades que estaban poniendo cerco a su existencia. Los convocó la mañana de un domingo de Septiembre cuando “su tropa” ya había regresado de sus destinos veraniegos. Les adelanto que no se asustaran que aquella era una reunión que necesitaba para poder despedirse sin ningún animo de dramatizar. Empezó diciéndoles que estaba muy orgulloso de “su tropa” y que consideraba que todos ellos representaban la obra de la que estaba mas orgulloso. Sin animo de pontificar les dio las claves de los principios que habían marcado su ya larga vida. Terminó con una reflexión que tenia interiorizada desde su ya lejana juventud: “Me iré con una gran duda y una gran certeza. La duda es que ignoro si existirá un Paraíso en el mas allá. La certeza es que caso de existir nunca será mejor que Sevilla”. Poco a poco “su tropa” se fue marchando para volver a sus tareas cotidianas. En la soledad de su salón y sentado en su viejo sillón notó una gran paz interior. En una mesita aledaña veía un libro con las tapas rojas que encerraba una novela de Pio Baroja. Colgando de una cadenita reposaba sobre su pecho sus viejas gafas de cerca. Los visillos del balcón se bamboleaban con la fresca brisa mañanera. Muy lejos quedaban ya aquellos épicos partidos del viejo Nervión. Recordó como vibraba siendo muy joven con los arrolladores remates de Araujo; los espectaculares saltos de Marcelo Campanal; las paradas de José María Busto y  los “caballitos” del gran Juanito Arza. Lejos quedaban ya sus treinta años de maniguetero en el paso que cada Jueves Santo cimbrea al Hijo de Dios por las calles sevillanas. Aquellos tertulias de tanto calado sentimental y cultural de La Ponderosa en la Gran Plaza sevillana. Sus tareas notariales trufadas de testamentos, herencias, subrogaciones de viviendas, divorcios…..que le hicieron sentirse útil ante una Sociedad a la que tanto debía. Don Gervasio suspiró profundamente y con un rictus en su boca esbozando una leve sonrisa se dijo para sus adentros: “Bueno, pues hasta aquí hemos llegao. La vida cabe en la risa de un niño y en la lágrima de un viejo”.

No hay comentarios: