Los ojos de Sevilla, a que dudarlo, lo configuran las ventanas y los balcones de sus casas del Casco Antiguo de la Ciudad. En las viviendas de las barriadas periféricas lo que predomina y le da sentido a las mismas son las terrazas. Esto es otra cosa bien distinta. Ni peor ni mejor: distinto. Balcones y ventanas de casas señoriales disfrutados por sus habitantes desde dentro y, contemplados por el resto de los sevillanos desde fuera. Cada vez que destruyen una casa señorial para construir apartamentos es como ponerle un negro velo a los ojos de la Ciudad. Siempre me subyugaron desde niño los balcones y los grandes ventanales de las casas colindantes a mi modesto “Corral de Vecinos”. Entre ellos, por su cercanía, me fascinaban sobremanera los hermosos y distinguidos balcones de la “Casa de los Ybarra”. Allí veíamos asomarse a toda una saga –Jaime, Ramón, Antonio…- que crecían de forma bien distinta a nosotros pero, justo es reconocerlo, sin que nos sintiéramos menospreciados por la línea vertical de clases que separaba el balcón de la calle. Todo lo contrario. Éramos sus vecinos y así nos lo mostraron en infinidad de ocasiones. No me hice de izquierdas por ellos, me hice cuando un día de niño vi a mi madre llorando porque esa noche no podía darle de comer a sus hijos. Al paso de las cofradías me pierdo vagamente -antes de aparecer lo que de verdad nos convoca: las imágenes- contemplando la situación de los balcones. Algunos permanecen cerrados a cal y canto en casas que se presumen habitadas. Pienso que a sus habitantes les resultará ajeno cuanto pasa esos días por su puerta. Están en su legítimo derecho de poner “tierra de por medio”. Estarán en los chalet de la playa aliviados y distanciados del bullicio. Otros balcones permanecen inertes en oficinas cerradas y, con sus ordenadores apagados, hasta que pase este vendaval de luz y belleza. Descorrerán sus persianas cuando vuelvan a recuperar el pulso de los días laborables. Luego están los masificados con todo el “Libro de Familia” al completo más los agregados. ¡Que hermosura cuando alguien canta una saeta apiñado en un balcón repleto de gente! ¿Existe mayor ejercicio de vida semana-santera sevillana? Luego, aquellos balcones del alma, donde una persona levanta levemente el visillo, para sustraerse por unos momentos de lo que hoy son para recordar lo que un día fueron. Mujeres postradas por los años o la enfermedad que ayer fueron niñas saltarinas bailando alegres en la cuerda de la vida. Jóvenes adolescentes dejándose conducir entre la bulla por una mano enamorada. “Pasa la vida igual que pasa la corriente del río cuando busca el mar, y yo camino indiferente donde me quieran llevar”. Hoy son un núcleo sentimental de recuerdos y vivencias atados a un cuerpo envejecido. Los balcones, su balcón, es el ultimo refugio que les queda para sentirse participes de la Primavera sevillana. Dos balcones jalonan mi memoria sentimental. El de Manolo Centeno en la calle Bailén cuando Él aparecía por la esquina de Pedro del Toro camino de San Lorenzo y, el de Antonio Centeno en calle Parras, cuando Ella a plena luz del día hace que tiemblen de emoción los corazones al son de “Campanilleros”. Este año me han ofrecido unos amigos ver pasar a la Candelaria desde su balcón y aceptaré el ofrecimiento. Aparte de a Ellos (Hijo y Madre) quiere ver desde la altura a una nazarena que lleva mi sangre y mi ADN sentimental sevillano y, a un “bocinero” que, a no dudar, marcará un antes y un después de cómo debe llevarse una bocina en la Candelaria.
martes, 12 de abril de 2011
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