Hace unos días y con motivo de la recogida de la cosecha vinícola nos
regaló la 2 de TVE un magnífico reportaje sobre tan hermoso acontecimiento. Una
parte sustancial estaba dedicada a la comarca de Jerez y el mismo era un canto
(allí sería un Cante) a la vida. La retirada de la uva tras una rigurosa
selección; la aparición del primer mosto y el proceso de fermentación y
maduración en las oscuras y centenarias bodegas. Nos mostraban con la
inestimable ayuda de sus protagonistas como
se conservan y se restauran las viejas barricas de roble y la construcción de
las nuevas. Pura artesanía en el sentido más noble del término. Nos enseñaron a
diferenciar un fino de una solera y un oloroso de un amontillado. Un mundo,
este del vino, que desde joven me ha apasionado y al que no me hubiera
importado nada pertenecer. Estoy seguro que habría sido muy feliz participando
en cualquiera de las tareas que terminan por llevar el vino a través de una
copa al paladar y el corazón de las almas sensibles. Recuerdo la intervención
de una señora ya mayor pero con unos rasgos de sosegada belleza realmente
deslumbrantes. Culta, muy culta, y con ese porte de aristocracia genuina de la
gente de clase alta jerezana. En
Jerez padecieron históricamente sus
jornaleros a caciques inmisericordes, pero también supieron apreciar y valorar
a aristócratas cultos y proclives a gestos bondadosos y humanitarios. Esta
señora de la que, lamentablemente, no pude quedarme con su nombre formaba la
cuarta dinastía al frente de unas bodegas. Tenía un discurso apasionado y
sosegado a la vez sobre la importancia del vino en la vida de las personas. Bebiendo
moderadamente y sabiendo apreciar las cualidades de “un buen caldo” nos decía
que el vino era un elemento consustancial a la Cultura de la Humanidad
(fundamentalmente la
Mediterránea). Remataba diciendo algo que se me quedó
grabado: “Una noche de invierno sentada en tu butacón leyendo un buen libro
frente a una chimenea. Tu perro dormitando justo a tus pies. Al fondo muy
suavemente sonando Mozart y al alcance de la mano una copa de un buen oloroso.
Con estos elementos los placeres terrenales estarían perfectamente
sincronizados”. El vino, el buen vino,
no se creó para que se emborrachasen los bárbaros, fue un regalo de Dios que
tomó forma a través de la Madre Naturaleza.
Beberlo de manera pausada y en pequeñas
dosis es un canto al sentido de la espiritualidad. Así lo afirmaba esta señora jerezana (de la
que me hubiera gustado saber su nombre) y no será un servidor quién contradiga a
tan distinguida dama. Cuando Jesús bebió vino en la Última Cena por algo sería.
Tierra, lluvia, sol, uva, vino, bodega, barrica, copa, amistad, amoríos, Dios y
los hombres nunca resultará una mala combinación existencial.
miércoles, 13 de noviembre de 2013
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