miércoles, 4 de diciembre de 2013

La caricia del viento


La mayoría de nuestros actos y gestos llevan implícitos la necesidad de ser queridos y/o valorados. Necesitamos, como el aire para respirar y el alimento que nos sustenta cada día, el sentirnos parte importante de los sentimientos ajenos. El llanto del niño va encaminado a que lo convenzan de que está protegido a través del afecto. El lamento del anciano pretende convencerse –y convencer a los demás- de que todavía sigue siendo valorado, querido y respetado. Una monja de clausura entrega toda su vida a Jesús para que este le de cómo contrapartida una placentera vida eterna. Un Misionero quiere sembrar en tierra hostil para recoger su fruto en suelo fértil. Siempre esperamos que nuestra dosis de afecto, solidaridad y bondad sean reconocidas aunque digamos lo contrario. Queremos recibir la caricia del viento sin que llegue a despeinarnos. Siempre esperamos recibir lo mejor de los demás. Cuando las cosas no resultan como esperábamos mostramos sin reservas nuestro malestar. Las necesarias contrapartidas que tanto necesitamos para dar sentido a nuestra existencia. La experiencia te demuestra que al final el guión de tu vida lo escribe Dios o el Destino. Cosas que dejaste sin hacer y debía haber hecho y cosas que hiciste y de la que no te muestras especialmente orgulloso. Afortunadamente la perfección no existe ni incluso en la obra divina. Todo es relativo menos nuestra capacidad de amar y ser amado. Vamos de nuestro corazón a nuestros asuntos a salto de mata entre gozos y penas. En no pocas  ocasiones inventamos a través de la idealización el pasado para hacer más soportable el presente. Fuimos, somos y seremos una breve hiedra de yerba en un patio sevillano que calienta el sol, refresca la noche y acaricia el viento. El eslabón de una cadena sentimental esperando su imposible y definitivo cierre. Para desdramatizar y entendernos en clave chiquitera: ¡Un pedazo de fistro!

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