Lo veo casi a diario dentro o en los aledaños donde habita el Señor de
Sevilla. Es algo mayor que yo y puedo decir que sin tener lazos sanguíneos
comunes siempre formó parte de mi familia. Es ahijado de mi padres y desarrolló
toda su vida laboral enfundado en un uniforme de la policía municipal
sevillana. Mis padres le profesaban un profundo cariño y él siempre les
correspondió con la misma moneda. Podía haber triunfado plenamente en el mundo
del Fútbol o el de los Toros pues tenía sobradas cualidades para ello. Era un
príncipe que la vida, en definitiva, terminaría destronando. Dejó embarazada a
una chiquilla de catorce años de edad (él tenía tan solo diecisiete) y pagó su
desliz casándose son ella. Craso error. Una auténtica barbaridad que el tiempo
se encargaría de pasarle una dura factura. Tuvieron cinco hijos por los que
luchó denodadamente para sacarlos adelante. Todos en la actualidad están bien
situados y son gente decente y bien considerada. Hace ya bastantes años que se separó
pues su mujer, sin pruebas fundadas, decía que él lo engañaba con otras
mujeres. Posteriormente y en un ejercicio de machacona inmadurez tuvo este buen
hombre dos nuevas relaciones sentimentales (con otra boda incluida) que
terminaron como el rosario de la aurora. Los estragos que le causaron las
pensiones alimenticias lo dejaron contra las cuerdas. Mi madre, con buen criterio, le decía que
primero ordenara sus ideas y después buscara pareja sentimental. No hubo
manera, buscando paliar su soledad se salía de Guatemala y entraba en
Guatepeor. Ahora vive solo (en cuerpo y alma), sin más compañía que su perra, a
cien metros de San Nicolás (precisamente donde nació y pasó su infancia y
juventud). Su primera esposa le inoculó un veneno a sus hijos contra su padre y
estos pasan olímpicamente de él. Es más: tiene seis nietos y no conoce a
ninguno de ellos. En sus separaciones nunca fue acusado de maltratador (su
primera esposa siempre reconoció que era un buen hombre pero con la “picha”
siempre dispuesta para el combate). Cuando lo veo y me paro a charlar con él
siempre termina llorando amargamente y jurando y perjurando que él solo ha
vivido para el trabajo y su familia. Son de esas situaciones que sin disponer
de elementos de juicio te dejan perplejo ante los despropósitos de la condición
humana. Va cada día a visitar al Gran Poder y a él le confiesa sus desventuras
(¿a quien mejor?). Siempre que me lo encuentro en la calle me dice. “Ahí voy –o
vengo- a ver al Jefe”. Este príncipe destronado del ayer que hoy está
reconvertido en un “mendigo” sediento de cariño me conmueve. Lo recuerdo
cuando, junto con mi hermano, eran los príncipes del Barrio. Intento darle
ánimo pero entiendo que esto solo está al alcance de quien mora y recibe en San
Lorenzo. ¿Cómo se le puede sustraer a un buen hombre la simple posibilidad de
ver a sus nietos? Asumo que la vida privada de las personas es compleja y que
pertenece por entero a sus dueños. También que todas las cuestiones, como los
ríos, tienen dos orillas. Pero, a que negarlo, el mal pago forma parte de la
aventura de la vida. Llueve sobre mojado y, lo peor, es que son lágrimas que
nos caen desde el cielo. Vivir para ver
y ver para vivir.
miércoles, 17 de diciembre de 2014
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