lunes, 22 de marzo de 2010

El último tren a Gun Hill



En 1959, John Sturges dirigió uno de los mejores western de la Historia del Cine. El mismo del que me he apropiado de su titulo para este Toma de Horas. Sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas, decía una canción de hace ya unos pocos de años. Bien cierto es. Todo en nuestra andadura terrenal está por escribirse, y las circunstancias te obligan –o mejor condicionan- a dilucidar situaciones y comportamientos nada previstos. Viene esto a cuento porque debido al nacimiento de mi nieto, me he hecho usuario semanal de los trenes de cercanías. Mientras las fuerzas me lo permitan quiero verlo crecer en vivo y en directo, y no a través del testimonio de terceras personas. Nunca será lo mismo que te cuenten como está y como avanza por los senderos de la vida, que el hecho de comprobarlo tú en primera persona. Así lo hizo mi padre con sus nietas y, como los buenos ejemplos se hicieron para copiarlos, por esos andurriales me muevo en la actualidad.

Tomo todos los martes un tren que va desde Santa Justa hasta la tierra de Bambino, Fernanda y Bernarda. Utrera de buen cante, de buenos dulces celestiales y de conventos de rezos y meditaciones. Me apeo en la Estación de Dos Hermanas –mi punto de destino- y me encamino gozoso al hoy centro de mis afectos más genuinos: mi hija y mi nieto. Son unos cortos 15 minutos de trayecto que me llevan y me traen allí donde anidan mis más nobles emociones humanas (mi madre representa un inolvidable pasado y ellos un esperanzador presente).

Asumo sin complejos mi pertenencia al clan de los neuróticos sedentarios. Mi currículo de viajero es cortito y con sifón. Nunca me gustó viajar. Hice a lo largo de mi vida algunas excepciones ciertamente enriquecedoras. Me siento cómodo –muy cómodo- visitando cualquier parte de Andalucía (en Cádiz o Granada ni les cuento). Visitar por un día la Villa y Corte también me satisface plenamente. Me enamoré de Cataluña en la única etapa de mi vida donde trabaje y viví fuera de Sevilla. Me fascina la Castilla profunda que conozco: Salamanca, Valladolid, Zamora y ¡Toledo! De mis pocas y esporádicas salidas al extranjero podría decir que: Hamburgo me deslumbró pero no sería capaz de vivir allí (llaman sol a algo muy tenue que de tarde en tarde asoma entre las nubes). En Paris solo estuve unas horas (tiempo suficiente para averiguar la catadura moral de un par de sus taxistas). Me decepcionó el Londres cosmopolita y quedé perdidamente enamorado de la vieja Escocia (independiente de por ser la madre del güisqui). Me gustaría, antes de que mis cenizas reposen en el columbario del Gran Poder, visitar mis dos asignaturas pendientes en forma de ciudades: Florencia y Praga.

Siempre me gustó –y me gusta- descubrir nuevos territorios a través de la Historia y la Literatura. Viajar, en definitiva, a través de la imaginación de talentosos escritores, y conocer las ciudades y pueblos por las páginas –brillante y hermosas páginas- que dejaron escritas para la posteridad. Todas las ciudades tienen dos lecturas: la científica que emana de sus grandes historiadores y, la sentimental, que nace del corazón y el talento de novelistas y poetas. ¿Cómo se puede desentrañar el alma andaluza sin leer los textos historicistas de don Antonio Domínguez Ortiz, o la inmortal pluma poética de don Federico García Lorca?


La Literatura, que no es más –ni menos- que el noble intento de racionalizar el mundo de los sueños, tiene uno de sus epicentros sentimentales en las antiguas estaciones de trenes (las de hoy tienen más de comerciales/profesionales que otra cosa).

Allí, donde siempre reinaba el reino de las emociones a través de las lágrimas contenidas. Aquellas que brotaban con la marcha de nuestros seres queridos, dejándonos atrapados entre el desconsuelo y la melancolía y, las que nacen con la inmensa alegría de recibir a los que retornan. Todo mezclado entre olores de carbonilla, porteadores de bultos y maletas en carretillas interminables, y ruidosos pitidos de locomotoras que expandían circulares nubes de humo negro a sus llegadas. Estaciones sevillanas de San Bernardo (de Cádiz) y Plaza de Armas (de Córdoba) unidas de por vida a nuestra memoria sentimental. Gentes queridas que despedíamos huyendo de la pobreza y buscando nuevos y mejores horizontes en Bélgica, Alemania o Cataluña. Hermanos mayores que portando sus macutos de reclutas se preparaban para sufrir la irracionalidad de los campamentos militares.

O amores temporales de Semana Santa y Feria, que despedíamos con la ilusión de nuestra adolescencia recién estrenada:

En el tren que se alejó
a quinientas millas lejos
va mi amor.


Ahora cuando acudo cada semana a la Estación sevillana de Santa Justa compruebo que el mundo de las estaciones es hoy bien distinto. Ya ha desaparecido el caudal de emociones que acompañaba la salida y llegada de cada tren. Ya casi nadie despide o recibe a algún viajero (siempre nos quedará las despedidas de los enamorados). Ahora ya son usuarios crónicos de trenes y pocas veces ocasionales. Los veo desde mi dulce espera en Santa Justa, no con maletas de cartón atadas con cuerdas huyendo del hambre, sino con maletines de cuero y bolsos de diseño hablando incesantes por sus móviles. ¿Tan importantes son como ellos se creen? ¿Dejaría el mundo de girar si se quedan sin baterías? Tiburones de las finanzas y políticos de tres al cuarto que acuden a Madrid a resolver nuestros severos problemas, y que a la postre, cuando vuelven los que traen resueltos son los suyos propios. Son los burócratas fantasmas del AVE.

Son viajes rápidos y que aprovechan para repasar expedientes y emborronar algunos folios con estrategias, tácticas y demás lindezas. Un mundo hecho a su medida pues son ellos los que lo han confeccionado. Ya no hay sitio para la literatura y las emociones. Es el tiempo de los pragmáticos. Pero no desesperemos, siempre nos quedará Paris (en mi caso la cercana Dos Hermanas), para tomar brevemente un tren –el mío es de cercanías-, buscando la impagable sonrisa de mi nieto y el cariño de mi primogénita.

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