viernes, 19 de marzo de 2010

Cabeza del Rey Don Pedro



Nuestra Semana Santa se fragmenta en miles de sensaciones y vivencias. Unas, pendientes de experimentar. Otras, guardadas amorosamente en el cofre de nuestros sentires más nobles. Renovados cada año dentro del mágico círculo de la Ciudad. Ninguna Semana Santa será igual a las anteriores puesto que nosotros tampoco seremos los mismos. Las circunstancias personales de cada uno será la brújula que marque las pautas ante este magno acontecimiento de la Ciudad. Hace años, muchos años ya, éramos amorosamente conducidos por calles y plazuelas de la mano de nuestros abuelos. Hoy somos ya algunos de nosotros los que conducimos a nuestros nietos, para que desentrañen los vericuetos de este hermoso ejercicio de sevillanía. Todo renace y todo se eterniza a través de la fe, la tradición y los sentimientos anclados en el puerto de la esperanza. Con miles de interpretaciones eso si, como no podía ser de otra manera. Tantas como sevillanos navegarán esos días por los mares de los sueños de la vieja Híspalis.

La Semana Santa sevillana a lo largo de su ya amplia y vieja historia, ha sabido adaptarse sin sobresaltos a los tiempos que le ha tocado vivir. Sin novelerías ni falsos vanguardismos. Cambiando constantemente en las formas, pero poco, muy poco, en el fondo. Esto ha sido fundamentalmente debido a los fructíferos relevos generacionales y, a la ardua tarea de muchas personas, que muchas veces desde el anonimato, soportaron sobre sus hombros las duras e ingratas tareas en épocas de “vacas flacas” de sus hermandades. A ningún sevillano –independiente de sus posicionamientos ideológicos- le puede (o mejor podía. Hoy la “progresía” y lo “políticamente correcto” pueden ya con casi todo) resultar ajena esta semana de gozo y luz. Aunque, en el uso de su legítimo derecho, se ausente esos días de la Ciudad, todos, absolutamente todos, tenemos vivencias sentimentales que nos atan a nuestra Semana Santa. Hablo de emociones no de ideologías.
Casos paradigmáticos los hay a espuertas. Citemos el de Pepe Díaz, panadero, macareno comunista y Secretario General del PCE durante nuestra infausta Guerra Civil. Cuentan sus camaradas que, incluso en su larga estancia moscovita, nunca dejó de emocionarse cuando hablaba de la Virgen de la Macarena. Sabía distinguir entre su conciencia de clase, su barrio, su virgen y sus tradiciones. Cada cosa en su sitio y cada concepto –ideológico o sentimental- en su justa dimensión.


Yo he presenciado en la Puerta de la Carne a la vuelta de la Hermandad de San Bernardo, como a un dirigente comunista le brillaban los ojos al paso del Cristo de la Salud. Un mes antes en una rueda de prensa y a preguntas de un periodista, se desmarcaba ideológicamente de nuestra Semana Mayor. Dijo textualmente: “yo es que paso de esas cosas. Me preocupan otras cuestiones más importantes”. Pasaba, pero se conmovió ante un paso que le retrotraía a sus orígenes sanbernarderos.


Recuerdo cuando fui un nazareno precoz en mi Hermandad de la Candelaria. Veía a mi abuela Teresa apostada en el pequeño tramo que iba desde la Cabeza del Rey Don Pedro a la calle Candilejos. Yo al pasar le hacía una leve señal y ella ya me tenía localizado en el blanco cortejo candelario. Luego volvía a verla a la salida de la Catedral en la Plaza del Triunfo. Portaba una bolsa con un ansiado -y nunca olvidado- bocadillo de tortilla con trocitos de perejil y una anhelada botella de agua. Aquello me daba fuerzas para terminar el último tramo de mi Estación de Penitencia.







No me resisto a contaros una anécdota sobre el particular: dentro de la Catedral era el único sitio donde los nazarenos podíamos aliviar nuestras necesidades fisiológicas. Voy al meódromo catedralicio y a la vuelta me confundí y me situé dos parejas detrás de la que me correspondía. Mi abuela que me esperaba fuera, hizo memoria de cual era mi sitio cuando me saludó por la Cabeza del Rey Don Pedro, y le “largó” la “morterá” a uno que, sin rechistar, tomó y se zampó de un tirón aquel refrigerio tan suculento como inesperado. Yo me deshacía en aspavientos, pero ya mi abuela –una vez cumplida su noble tarea alimenticia- se había retirado estratégicamente buscando el desahogo de la calle Mateos Gago. ¡Como para olvidar la anécdota del bocadillo!


Hoy soy yo, precoz y realizado abuelo, el que se sitúa en la esquina de la Cabeza del Rey Don Pedro para concretar donde va situada mi hija Alicia. Veo aparecer, con los sones al fondo de “Candelaria” de Manolo Marvizón, un vuelo de palomas blancas que buscan anhelantes desembocar en el corazón de la Alfalfa. Mi primogénita se toca levemente el antifaz con la mano izquierda, y ya tomamos la calle unidos por un mismo sentimiento candelario. Ella, tras un antifaz de penitente. Yo, buscando a la Candelaria por calles, plazuelas y jardines. Un nuevo ciclo de nuestras vidas que vuelve a renacer cada Martes Santo. Cuando el paso de la Señora de San Nicolás da su última chicotá dentro del templo y la arrían cansada, pero esplendida en su belleza, ambos sabemos que hemos cerrado y abierto a la vez nuestro ciclo de fe, tradición y sevillanía. Otros, de los nuestros, vendrán a relevarnos. Variarán los actores, pero el guión de esta Ciudad está ya escrito a golpes de sangre y luz por los siglos de los siglos.


Triste parte de baja: El pasado miércoles falleció en nuestra Ciudad el bailaor trianero Rafael García Rodríguez, Rafael “El Negro”. Tenía 74 años de edad y estaba casado con la genial maestra del baile sevillano, Matilde Coral. Junto a su esposa y al recordado Farruco formaron el trío “Los Bolecos”, donde el baile flamenco alcanzó una de sus cotas más altas de expresividad, hondura y pureza. Bailaor exquisito, fino y elegante como pocos, se nos configura como uno de los últimos baluartes de un baile –en vías de extinción- pletórico de verdad y flamencura, ajeno al karate –disfrazado de vanguardismo flamenco- que hoy presenciamos sobre algunos escenarios. Descanse en paz este excelente bailaor y este grandísimo ser humano trianero, sevillano y universal.

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