domingo, 13 de febrero de 2011

Pasajeros al tren




Recuerdo la primera vez que mi hermano se marchó al extranjero (concretamente a Bélgica). Tenía 21 años de edad y acababa de licenciarse del Servicio Militar en Aviación. Yo acababa de cumplir los 17 y todo, o casi todo, estaba por estrenarse. Mi padre me pidió que lo acompañara a la Estación de Córdoba (Plaza de Armas) para despedirlo y, creo que a partir de entonces, nació en mí una insobornable militancia en el sedentarismo viajero. Nunca me gustó viajar y nunca logré entender que muchos programen sus viajes como válvulas de escape a su, por lo visto, asfixiante cotidianidad. Para moverme de mí entorno habitual siempre utilicé la imaginación y las infinitas posibilidades que la Literatura me ofrece en ese sentido. Mis ansias viajeras las suelo cubrir con alguna visita esporádica, y retornando en el mismo día, a Cádiz, Sanlúcar, Córdoba, Jerez o el Puerto de Santa María. Granada siempre me mereció y me merecerá una visita para admirar su extrema belleza. El Madrid actual sinceramente me agobia sobremanera. En verano, para un caucásico converso y confeso como yo, las excursiones playeras me traen malos recuerdos. Eso si, no me gustaría “entregar la cuchara” sin conocer las ciudades de Florencia y Praga. Ir tras las huellas de Miguel Ángel o de Franz Kafka debe ser una aventura apasionante. Las ciudades alcanzan todo su esplendor en las plumas de sus escritores más brillantes. Fernando Quiñones y Cádiz; Luís Cernuda y Sevilla; Paco Umbral y Madrid; Vázquez Montalbán y Barcelona; Antonio Gala y Córdoba o, Miguel Delibes y Valladolid, como ejemplos paradigmáticos de ciudades mostradas en todos sus laberintos culturales y sentimentales. Todas sin excepción tienen un alma deseando mostrarse a los espíritus sensibles y, que difícilmente pueden desvelarse a través de los esquemas viajeros en los “Tour-operator”. Sevilla me ofrece todo lo que necesito para vivir, incluyendo la necesaria dosis de permanente cabreo. Mi vida ha transcurrido íntegramente, salvo esporádicas y cortas ausencias, entre sus calles y plazuelas. Esta Ciudad siempre la imaginé con forma de mujer. Como una mezcla equilibrada de romana, mora y judía. Unas veces madre; otras hermana; otras novia enamorada y, en contadas ocasiones, amante despechada ante tanto desaire. Madrastra nunca lo fue ni lo será. Búscala callejeando en los lentos atardeceres primaverales de cielos azul añil y la encontrarás. Pídele refugio cuando el inmisericorde fuego abrasador del verano te sitúa al borde de la blasfemia, y te dará el frescor de sus fuentes y su soplo de siglos en noches estrelladas. Suéñala en los largos días invernales recluidos al reclamo del calor hogareño, mientras releemos a sus hijos más ilustres, y el sueño se hará realidad. Los muchos sevillanos que han tenido que soñarla desde la distancia nos dicen que es como más se la quiere pero también como más duele. Dos veces, tan solo dos veces, en mi vida experimenté el dolor nostálgico de la distancia, y doy fe de que es bien cierto. Contra más años cumplo más persiste en mí este sentimiento de sedentarismo neurótico. ¿Dónde voy a ir que esté mejor y peor que aquí? Tampoco es cuestión a estas alturas de mi existencia sevillana de perder mi antigüedad de pertinaz residente. Solo espero que cuando aparezca –contra más tarde mejor- “el último viaje que nunca ha de tornar”, que nos decía Machado, y alguien diga –si puede ser a compás por Solea-: ¡Pasajeros al tren!, dejen abiertas las ventanas de los vagones, para que las almas que quieran puedan –podamos- volver, y así vagar eternamente por la Ciudad.

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