Se llamaban igual que los suegros de San José (Joaquín y Ana). Vivían en el Corral de Vecinos donde transcurrió mi infancia. Configuraban un matrimonio querido y respetado por todos los vecinos. Ana (Anita) era poseedora de una belleza deslumbrante y con grandes virtudes para la vida y sus efectos colaterales. Joaquín era un señor en el más noble sentido del término. Lector indesmayable de Marcial Lafuente Estefanía. Hombre de porte exquisito que se manifestaba claramente en su forma de vestir (recuerdo que en verano usaba “cubanas” de todos los colores) y con un don de gente absolutamente admirable. No tenían hijos y me “adoptaron” para cubrir en parte esa carencia afectiva. Le hacia los mandados a Ana (Anita) y siempre estaba presto para cuantas indicaciones me daba el bueno de Joaquín. Siempre me daban algún dinerillo para mis gastos y en las noches veraniegas me llevaban con ellos a las sesiones de los Cines de Verano. Joaquín era un sevillista de los mejores que he conocido. Tenía una tertulia en Casa Cobos en la Puerta de la Carne donde estoy seguro que hablarían de todo menos del Betis. Sevillistas del ayer que se murieron con las botas puestas y la esperanza de ver a un Sevilla ganador. Compartí con Joaquín su gran secreto. Tenía una amante (lo que entonces se conocía como una “quería”) en el Campo de los Mártires. Algunas veces me mandaba a casa de Amparito (así se llamaba) para llevarle algún encargo. Si Anita era guapa Amparito no le andaba a la zaga. Siempre supe hacer de la discreción virtud y no meterme en terrenos pantanosos. ¿Sabría Anita lo del romance de Joaquín? Sinceramente no lo tengo claro. Lo cierto es que en este trío cada cuál era feliz a su manera y no le hacían daño a nadie. Un día me mandó aviso Joaquín de que me pasara a verlo esa tarde a Casa Cobos. Allí me planté y la verdad es que noté en su rostro signos de preocupación. Le habían mandado aviso que Amparito había sufrido un desvanecimiento y se había golpeado la cabeza contra el suelo. Me dijo que fuera yo a informarme. Al llegar al Campo de los Mártires me dijeron los vecinos que la habían llevado a la Casa de Socorro del Prado pero que parecía que se encontraba bien. A la vuelta fui a ver a Joaquín y ya con mi información pareció quedarse más tranquilo. Los tres aguantaron el tirón hasta una edad muy avanzada. Ya habían demolido el Corral de Vecinos y Joaquín y Anita se mudaron a la Barriada de Pio XII. Primero falleció Joaquín con 91 años conservando la lucidez hasta el último aliento. A las dos años lo hizo Anita cuando contaba con 88 años de edad. Amparito era la más joven de los tres y fue la última en caer. Murió con 84 años en una Residencia del Aljarafe donde, por suerte, fui a verla en un par de ocasiones. Pude, eso sí, asistir a los tres entierros. Joaquín, que me demostró que se puede amar a dos mujeres a la vez y no estar loco. Anita, que a pesar de vivir en el limbo no se hubiera cambiado por nadie del mundo. Amparito siempre supo que “era la otra, la otra, que a nada tiene derecho por no llevar un anillo con una fecha por dentro”. Tres personas, un destino y un niño aprendiendo a desenvolverse en esto que llaman vida. Vivimos, viviremos siempre, mientras alguien nos recuerde con cariño. La ruleta que gira con el soplo de los afectos compartidos.
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