Dentro de las cosas que hemos perdido una de ellas es la separación estacional del tiempo donde se situaba cada cosa en su sitio y cada sitio en su cosa. La Ciudad sabía establecer parámetros vivenciales para que la vida fuera algo más que una sucesión de días y noches. Los niños sabíamos que los fríos ya eran inminentes cuando tu madre sacaba del ropero y el arcón la ropa de cama de franela; la de la mesa de camilla y aquella que nos serviría para cubrir nuestros cuerpos de los ya inminentes tiempos otoñales. Nos probaban la ropa con la (vana) esperanza de que la primavera y el largo y cálido verano no nos hubiera hecho crecer en exceso. Resultaba casi imposible que en esos días yo no heredera alguna prenda de mi hermano mayor. Algún chaleco, algún pantalón y posiblemente alguna camisa de franela. A mí esa “herencia” me sentaba fatal pues mi gran ilusión era siempre estrenar ropa nueva. Aunque asumía que en tiempos de escasez nadie puede elegir libremente la ropa que se pone. Mi madre y mi abuela hacían en esos días su visita reglamentaria a la tienda de Algarín Hermanos situada en la esquinas de Puente y Pellón y Lineros o a los emblemáticos Almacenes Peyré en la calle Francos. Allí se surtían para poder complementar lo nuevo con lo viejo y así poder hacer frente a los inminentes días de frío. Me gustaba acompañarlas y a la ida se paraban a tomarse un café en la Cafetería de la calle Córdoba. En aquellas fechas las mujeres no pasaban ni por las puertas de las tabernas pero otra cosa es que entraran a tomar café en los bares. Aunque eso si, siempre acompañadas y nunca de forma solitaria. Una mujer sola en un bar estaba muy mal visto. Tiempos que con los parámetros actuales serían hoy muy difíciles de digerir.
El otoño es (o mejor dicho era) un tiempo proclive a la introspección de cuerpos y almas. Las familias se reunían cada tarde-noche en torno a una mesa-camilla calentada amorosamente por un brasero con cisco picón y bajo los efluvios de la alhucema. Se escuchaba la radio (aquellos que la tuvieran) pues la televisión en blanco y negro todavía no se oteaba en el horizonte. Tiempos aquellos donde los niños soñábamos con barcos de piratas en cuyo mástiles ondeaba una bandera con una calavera y con espadachines enmascarados peleando por causas justas y nobles. Las niñas vestían y desvestían muñecas mientras dialogaban con ellas en un ejercicio de Inducido amor maternal. Preámbulos de una adolescencia donde soñaban con príncipes azules y con idílicas aventuras donde el romanticismo campaba a sus anchas. Las madres y las abuelas cosían y cosían y volvían a coser (las más afortunadas pedaleando una Singer) mientras por lo bajini en la radio de galena se escuchaba una canción de Juanita Reina. Los padres y los abuelos se alternaban tareas de mantenimiento y reciclaje para así poder alargar la vida de los objetos cotidianos.
A través de las ventanas callejeras se escuchaba el tintineo de las gotas de lluvia sobre los canalones de los tejados. El maullido de algún gato que sentía sobre su espinazo las secuelas de una madrugada de frío y de soledad. El repique de las campanas de alguna iglesia cercana llamando a misa de ocho y dándole a la Ciudad los mágicos acordes de la serenata otoñal. El sonido lejano de la sirena de un barco que no sabíamos bien si anunciaba su marcha o su llegada. El Otoño hecho memoria y silueta de la vivido.
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