Era Agosto y toda su familia estaba de vacaciones. Cuestiones profesionales sólo le permitieron disfrutar de una semana de descanso. Estaba pero no ejercía de Rodríguez. Aparte de para sus obligaciones laborales salía más bien poco. Los viernes a mediodía emprendía la ruta iniciadora de un fin de semana para reencontrarse con los suyos. Más de lo mismo pensaba con resignación. Carretera pero sin manta que con estas calores mejor ni nombrarla.
Durante la semana y una vez libre de las ataduras profesionales, dedicaba todo su tiempo libre, que era mucho, a sus tres grandes aficiones. A saber: lectura, música y cine. Pasear por la Ciudad sólo era posible a primeras horas de la mañana o bien entrada la noche. Todo enmarcado en la más pura rutina agosteña. Desayuno, cerveza al mediodía o tinto de verano casero formaban parte de un ritual cansino y monótono. Comía poco (un par de tapas le bastaban) pues siempre “la caló” le sentó como un tiro.
Un día ocurrió algo inesperado. Llegó a la Oficina y la encontró cerrada y a sus compañeros en la puerta.
-¿Qué ocurre?- …preguntó.
- Pues nada, que hay una avería eléctrica en la zona por las obras del Metro y nos han dado “cuartelillo” hasta mañana-….le contestaron.
No recordaba ni por asomo la última vez que tuvo una mañana laboral libre en Sevilla. Ahora le surgió un dilema…¿Qué hacer hasta la hora de comer?. ¿Donde podía ir?. De pronto recordó que hacía mucho tiempo que no visitaba el Alcázar. Antes, de joven, lo solia frecuentar mucho y pasaba horas en su interior deleitándose con toda su grandeza y esplendor.
Encaminó sus pasos de manera parsimoniosa paseando por el Centro hasta desembocar en la Avenida de la Constitución. Vió pasar el Tranvia o Metrocentro o como quiera que se llame. Tocaba en su lento caminar una campanita parecida al trenecito de la bruja de la escoba. ¡Que despilfarro!, pensó una vez más. En fin para que lamentarse. Enfiló el costado del Archivo de Indias hasta llegar a la Plaza del Triunfo. Allí divisó la Puerta del León del Alcázar ( ¡por Dios que no crean que es por el León de Fuengirola y le quiten el nombre!). Entró tras un grupo de turistas japoneses con sus peculiares formas de vestir y su exquisita educación . Antes sus ojos se abrió una espléndida panorámica del Patio de la Montería. Se adentró en la margen izquierda visitando la Sala de Justicia y el Patio del Yeso. Luego el Patio del Crucero y ya cruzó a la margen derecha. Entró en el Cuarto del Almirante y contempló el magnífico cuadro de Alfonso Grosso dedicado a la inauguración de la Expo del 29.
Retrocedió sobre sus pasos para extasiarse una vez más con el excelente lienzo “Las postrimerías de San Fernando” de Virgilio Mattoni (Sevilla-1842 +1923) (que por cierto este pintor vivía en el Barrio de Santa Cruz y no en Roma). Allí la vió por primera vez. Estaba delante de él con su tunica verde esperanza ribeteada de blanco por los filos. Calzaba unas zandalias descubiertas por detrás. Su melena negra le resbalaba por su bella espalda como la cascada de agua del Estanque de Mercurio. Parecía sola y ante la necesidad de verle la cara decidió seguirla con la máxima discreción.
Salieron de nuevo al Patio de la Montería y comprobó como ella con paso lento pero firme se adentraba en el Palacio Mudéjar. Su fascinación crecía por momentos pues para ser una turista árabe parecía conocer a la perfección el entorno que recorría. Deambularon como flotando uno detrás del otro presos de la magia por salones y pasillos. A pesar de la numerosa concurrencia le dió la impresión, lo cual le resultaba muy agradable, que estaban los dos solos. Con la presencia de un destello de rabiosa luz salieron a los Jardines del Alcázar. Ardía en deseos de verle la cara pero no se volvía en ningún momento. Ella se apoyó en la barandilla del Estanque de Mercurio con la vista levantada hacía la Galeria del Grutesco. Gotas de la cascada de agua caian sobre su negro y hermoso pelo. Él intentó situarse a su lado pero unos turistas alemanes camaras en ristre se lo impidieron. Se asomó al estanque para ver si se reflejaba su rostro en el agua pero fue inútil. Solo acertaba a divisar unos peces negros enormes con una voracidad de pirañas. En un descuido vió que ya no estaba. La buscó con la mirada de manera inquieta y compulsiva y la vío al fondo como se adentraba en los jardines. El Jardín de la Danza, el de los Poetas y el Cenador de la Alcoba fueron testigos de su deslumbrante caminar hacía el laberinto formado por altas plantas. Aligeró el paso cuanto pudo y la vió perderse en la espesura. Recorrió en todas las direcciones aquel crucigrama silvestre pero todo fue en vano. No estaba por ningún lado. Inquieto se preguntaba:…¿Quién sería esta mujer?....¿Donde podía estar?. Volvió melancólico sobre sus pasos buscando el sosiego y la puerta de salida. Al pasar por el Jardín de los Poetas vió que en una barandilla colgaba flotando por el viento un pañuelo celeste de corte claramente moruno. Lo cogió entre sus manos y lo apretó firmemente contra su cara. Olía a jazmín y a yerbabuena. Era de ella seguro, se dijo con firmeza. Se sonrió malévolamente y pensó…..”volveré cuantas veces sean necesarias hasta poder verte la cara”.
El mágico embrujo del Alcázar de Sevilla.
Durante la semana y una vez libre de las ataduras profesionales, dedicaba todo su tiempo libre, que era mucho, a sus tres grandes aficiones. A saber: lectura, música y cine. Pasear por la Ciudad sólo era posible a primeras horas de la mañana o bien entrada la noche. Todo enmarcado en la más pura rutina agosteña. Desayuno, cerveza al mediodía o tinto de verano casero formaban parte de un ritual cansino y monótono. Comía poco (un par de tapas le bastaban) pues siempre “la caló” le sentó como un tiro.
Un día ocurrió algo inesperado. Llegó a la Oficina y la encontró cerrada y a sus compañeros en la puerta.
-¿Qué ocurre?- …preguntó.
- Pues nada, que hay una avería eléctrica en la zona por las obras del Metro y nos han dado “cuartelillo” hasta mañana-….le contestaron.
No recordaba ni por asomo la última vez que tuvo una mañana laboral libre en Sevilla. Ahora le surgió un dilema…¿Qué hacer hasta la hora de comer?. ¿Donde podía ir?. De pronto recordó que hacía mucho tiempo que no visitaba el Alcázar. Antes, de joven, lo solia frecuentar mucho y pasaba horas en su interior deleitándose con toda su grandeza y esplendor.
Encaminó sus pasos de manera parsimoniosa paseando por el Centro hasta desembocar en la Avenida de la Constitución. Vió pasar el Tranvia o Metrocentro o como quiera que se llame. Tocaba en su lento caminar una campanita parecida al trenecito de la bruja de la escoba. ¡Que despilfarro!, pensó una vez más. En fin para que lamentarse. Enfiló el costado del Archivo de Indias hasta llegar a la Plaza del Triunfo. Allí divisó la Puerta del León del Alcázar ( ¡por Dios que no crean que es por el León de Fuengirola y le quiten el nombre!). Entró tras un grupo de turistas japoneses con sus peculiares formas de vestir y su exquisita educación . Antes sus ojos se abrió una espléndida panorámica del Patio de la Montería. Se adentró en la margen izquierda visitando la Sala de Justicia y el Patio del Yeso. Luego el Patio del Crucero y ya cruzó a la margen derecha. Entró en el Cuarto del Almirante y contempló el magnífico cuadro de Alfonso Grosso dedicado a la inauguración de la Expo del 29.
Retrocedió sobre sus pasos para extasiarse una vez más con el excelente lienzo “Las postrimerías de San Fernando” de Virgilio Mattoni (Sevilla-1842 +1923) (que por cierto este pintor vivía en el Barrio de Santa Cruz y no en Roma). Allí la vió por primera vez. Estaba delante de él con su tunica verde esperanza ribeteada de blanco por los filos. Calzaba unas zandalias descubiertas por detrás. Su melena negra le resbalaba por su bella espalda como la cascada de agua del Estanque de Mercurio. Parecía sola y ante la necesidad de verle la cara decidió seguirla con la máxima discreción.
Salieron de nuevo al Patio de la Montería y comprobó como ella con paso lento pero firme se adentraba en el Palacio Mudéjar. Su fascinación crecía por momentos pues para ser una turista árabe parecía conocer a la perfección el entorno que recorría. Deambularon como flotando uno detrás del otro presos de la magia por salones y pasillos. A pesar de la numerosa concurrencia le dió la impresión, lo cual le resultaba muy agradable, que estaban los dos solos. Con la presencia de un destello de rabiosa luz salieron a los Jardines del Alcázar. Ardía en deseos de verle la cara pero no se volvía en ningún momento. Ella se apoyó en la barandilla del Estanque de Mercurio con la vista levantada hacía la Galeria del Grutesco. Gotas de la cascada de agua caian sobre su negro y hermoso pelo. Él intentó situarse a su lado pero unos turistas alemanes camaras en ristre se lo impidieron. Se asomó al estanque para ver si se reflejaba su rostro en el agua pero fue inútil. Solo acertaba a divisar unos peces negros enormes con una voracidad de pirañas. En un descuido vió que ya no estaba. La buscó con la mirada de manera inquieta y compulsiva y la vío al fondo como se adentraba en los jardines. El Jardín de la Danza, el de los Poetas y el Cenador de la Alcoba fueron testigos de su deslumbrante caminar hacía el laberinto formado por altas plantas. Aligeró el paso cuanto pudo y la vió perderse en la espesura. Recorrió en todas las direcciones aquel crucigrama silvestre pero todo fue en vano. No estaba por ningún lado. Inquieto se preguntaba:…¿Quién sería esta mujer?....¿Donde podía estar?. Volvió melancólico sobre sus pasos buscando el sosiego y la puerta de salida. Al pasar por el Jardín de los Poetas vió que en una barandilla colgaba flotando por el viento un pañuelo celeste de corte claramente moruno. Lo cogió entre sus manos y lo apretó firmemente contra su cara. Olía a jazmín y a yerbabuena. Era de ella seguro, se dijo con firmeza. Se sonrió malévolamente y pensó…..”volveré cuantas veces sean necesarias hasta poder verte la cara”.
El mágico embrujo del Alcázar de Sevilla.
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