miércoles, 25 de noviembre de 2009

Maruja “La Petenera”

En la provincia de Cai
ha nacio la Petenera,
en un pueblo que le llaman
Paterna de la Rivera.



Se miró con un rictus de amargura en el desconchado espejo que colgaba de la pared de su modesta habitación en aquella triste Pensión de mala muerte. Se dijo para sus adentros mientras se pintaba los labios de un rabioso carmín:…”si es verdad que quien tuvo retuvo yo debo ser la excepción que confirma la regla”. Luego se sentó a los pies de su ya ordenada cama y se enfundó lentamente unas medias ortopédicas color carne, que tenían como finalidad aliviar y tapar los estragos de las varices y la artrosis en unas piernas, que en otra época fueron la envidia de muchas mujeres y la admiración de muchos hombres. Luego se puso –no sin cierta dificultad- unos zapatos de medio tacón y a tomarle el pulso a la fría mañana callejera.

Era una prostituta a punto de cumplir los 70 años de edad y con un amplio historial de ilustres amantes que perdieron la hacienda y la cabeza por ella. Hoy Maruja era tan sólo un fantasma callejero que se ofrecía –para poder subsistir- a cualquier precio para “la limpieza de sables” o cualquier apaño en forma de masturbación. Un antiguo camarero de las “7 Puertas” le dijo un día al verla deambular tristemente por la Alameda: “Ay Maru, si tu chocho hablara con lo que tu has sido. Quien te ha visto y quien te vé, ayer comiendo en palacios y hoy pidiendo pá comé”.

Maruja Fuentes de las Lágrimas, llegó a Sevilla procedente de su pueblo natal de Paterna de la Rivera un 19 de febrero de 1941. Tenía 19 años de edad y era de una belleza deslumbrante. Un Don Guido machadiano de su pueblo natal se encaprichó de ella y la acosaba de todas las formas posibles. Era el cacique principal de Paterna y negarse a sus turbios deseos era poner en peligro el pan de toda su familia. Estábamos en los durísimos años de la postguerra y los vencedores en los pueblos eran los amos de vidas y haciendas. Sólo quedaba una sola y difícil solución: quitarse de en medio cuanto antes. La Duquesa de Paterna de Rivera, señora de gran corazón y nobles intenciones, la recomendó a la Casa de unos parientes de Sevilla, los Marqueses de la Fresa Verde. Una mañana de un inhospito febrero tomó Maruja el autobús que tres veces por semana hacía la ruta Paterna-Cádiz-Sevilla. Lo que ignoraba es que ya solo volvería a su pueblo natal en dos ocasiones: las mismas que se necesitaron para darle cristiana sepultura a sus progenitores.

Llegó a la mansión de los marqueses sevillanos para “servir” (así se llamaba entonces lo que hoy se conoce por Servicio Doméstico). Tuvo una buena acogida y quedaron todos prendados de su lozana y turbadora belleza y sus buenos y educados modales. Allí pasó cuatro años hasta que ocurrió un acontecimiento que la dejaría marcada para siempre. Se enamoró del hijo de los marqueses. Un atractivo “balaperdía” asiduo visitante de todos los garitos nocturnos sevillanos, y que estaba dispuesto a dilapidar la fortuna de sus padres por la vía del vicio y las juergas nocturnas.


Amigo y mecenas de toreros, cantaores, bailaores, guitarristas, prostitutas de lujo y tahúres, era siempre bien recibido en ventas y colmaos por lo espléndido de su comportamiento a la hora de gastar.

Pues en esta “pieza” sevillana fue a depositar Maruja su corazón y sus ilusiones de mujer joven. Pasó lo inevitable: la dejó embarazada y ante la polvareda que se levantó en la Casa y en un ejercicio de canallismo integral, él le negó la mayor. Argumentó ante sus padres que el niño no era suyo y que solo se trataba de un ardid de Maruja para “engancharlo”. Los marqueses no dudaron ni un instante de la palabra de su”niño”y pusieron a la infeliz muchacha de patitas en la calle. Ya lo demás estaba todo previsto de antemano. Ante un pajaro tan hermoso los cazadores no perdieron la ocasión de capturarlo para sus jaulas de oro. Empezaron a ayudarla en su período de gestación colmándola de atenciones. Le buscaron un piso en una zona céntrica y esperaron pacientemente a que se produjera el parto. Tuvo una hermosa niña. De tal palo tal astilla. Después la convencieron para que –dado que no podía cuidarla- la dejara en el Convento de las Hermanas Carmelitas Descalzas de la vecina localidad de Ecija. Ya tendría tiempo de recuperarla más tarde. Nunca más supo de ella y se comentaba que la habían cogido en adopción una familia madrileña.

Y ya empezó a rodar el mágico y falso mundillo de la noche para Maruja. El mundo a sus pies. Lujo y derroche a discreción proporcionados por una cohorte de amantes compuesta de: toreros, terratenientes, flamencos famosos, futbolistas de relumbrón y ricos empresarios de nuevo cuño. Vista Alegre, el Guajiro, Viña Blanca y la Parrilla del Hotel Cristina eran sitios frecuentados con sus amantes ocasionales. Aquellos que se deshacían en toda clase de regalos y mimos hacia su persona. Los camareros la trataban como una reina ante la avalancha de dinero que siempre presagiaba su presencia.

Pero el tiempo termina marchitando la belleza, y los estragos del desenfreno en noches interminables terminaron de hacer el resto. Pasaron los años y aquellos que pusieron el mundo a sus pies hoy ni tan siquiera se molestaban en saludarla. Ya sólo era una pobre puta sesentona que vagaba por las esquinas de la Alameda en busca de cualquier cliente ocasional. A más años menos cotización. ¡Ni la prostitución se escapa de la ley capitalista de la oferta y la demanda!.

Sólo consiguió que un hombre la comprendiera y mitigara su dolor. Cada mañana cuando salia de la Pensión de la calle Relator iba a visitarlo. Siempre a primera hora. Cruzaba lentamente la Alameda hasta Conde de Barajas y al final, desembocaba en la Plaza de San Lorenzo. Entraba en la Basílica y se sentaba al fondo a la izquierda intentando pasar desapercibida. Allí le rezaba en silencio. No se atrevía a acercarse más al Señor, por no molestarlo con su pecadora presencia. Un día, armándose de valor y aprovechando que la Iglesia estaba vacia, se acercó a besar su divino talón. Se preparó un blanco pañuelo para que sus labios -donde la lujuria tomó tantas veces carta de naturaleza- no mancillaran el Pié del Señor de Sevilla.

Cuando apoyada en la barandilla enfilaba el último escalón, y fatigosamente alcanzaba la espalda del Gran Poder, observó con estupor que el pañuelo había desaparecido de su mano. Miró el talón del Hijo de Dios y vió como por el mismo corría un fino hilo de sangre. Lo besó amorosamente sin tapujos y se bajó por la escalinata con los labios rojos de ternura, clavel y carmín. Se apoyó cansada y presa de la emoción en el azulejo de la Esperanza Macarena y exclamó para sus adentros:



Padrenuestro que estás en los cielos
Santificado sea por siempre tu nombre;
Divino Redentor que mitiga el desconsuelo
Tú eres el mejor nacido entre los hombres.



Nota: Por respeto he cambiado los nombres de esta triste Historia. Maruja existe. Su Historia también. El Señor de Sevilla es quién solamente puede hacer creíble este sentimental episodio sevillano.

Y otra: La Petenera es un estilo del Flamenco –que como tantos otros- sustenta su origen entre la Historia y la Leyenda. Se le atribuye a José Rodríguez Concepción “Medina el Viejo”, nacido a mediados del siglo XIX. Apartada de su repertorio por algunos cantaores gitanos supersticiosos que consideraban que el cante por Peteneras traía “mal bagío”. Curiosamente una gitana genial como “La Niña de los Peines” fue la máxima exponente de este “palo” flamenco. Igualmente genial la versión que el añorado “Naranjito de Triana” hacía de este cante. A Maruja le puso “La Petenera” un guardacoches –antiguo legionario- de la Alameda de Hércules. Este estilo del Cante Flamenco siempre tenía letras alusivas a una mujer fatal:

Quién te puso Petenera
no te supo poner nombre,
que debía haberte puesto
la perdición de los hombres.

O esta otra de corte más trágico:

La Petenera se ha muerto
y la llevan a enterrar.
No cabía por la calle
La gente que iba detrás.

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