“He vivido cuatro días tres no fueron sevillanos llevadme a la tierra mía” - Rafael Montesinos – - Como decían los antiguos: un cominito –de tiempo- y ya Marzo será una vez más vencido por las luces azul-añil de los atardeceres abrileños. No es casualidad que la Primavera empiece el 21 de Marzo y termine…..cuando Sevilla diga y quiera. No se puede, ni siquiera intentar, ser niño todo el año, pero en Abril la rueda del tiempo –sujeta a los felices momentos pasados- retrocede allí donde de verdad fuimos realmente nosotros: la dulce estación primaveral de la niñez. Nunca se mezcló de manera tan armoniosa el temple de lo inmediato con la ansiedad de la espera. Es un milagro prioritariamente de la luz. Cegadora, luminosa, creadora de un calidoscopio que se difumina y toma forma por callejas y plazuelas. Se desparrama sobre nosotros como los puñados de arroz que se vierten sobre los novios a la salida de los “si quiero”. Los sentidos dejan de sentir para ser enervados al reclamo de la belleza de las cosas perfectas. En la Primavera sevillana los corazones no laten sino que palpitan. Las luces de los largos atardeceres salvadoreños se cuelan por los cristales multicolores mostrando, en todo su esplendor, el Divino Rostro del Señor de la Pasión. Los niños-niños toman ruidosamente las plazoletas en alborotados juegos infantiles. Los hombres-niños cogen la senda que conduce a la niñez, caminando en sentido contrario a las agujas del reloj. Pretendemos que el tiempo nos retrotraiga y nos sitúe de nuevo en las puertas del Paraíso perdido. Todo sevillano tiene un punto de inflexión donde sabe, que el anhelado deseo primaveral, se toca como los amantes rozan amorosamente los filos bordados de las sabanas de Holanda. El mío, mi punto de arranque sin posibilidad de retorno, es cuando ya está definitivamente montada la rampa del Salvador. Ya todo quedará relativizado por el tiempo que pasa de la lentitud de las horas a la velocidad vertiginosa de los segundos. El tic-tac del pulso de la Ciudad que inmisericorde se nos irá escapando de las manos dejándonos ahítos y exhaustos de luz y gozo. Cada uno irá ensayando su imprescindible y particular papel para la gran obra que se prepara en la Ciudad. Vaciarse y saciarse en la plenitud del día a día en vísperas de todos y de todo. Sin complejos ni camuflajes. Paseando lentamente sus calles mientras musitamos entre dientes poemas del alma. Disfrutando sin complejos y asumiendo que todo tendrá un final. La belleza de la estética, la tradición y la fe con fecha de caducidad en el almanaque del tiempo intemporal. Como los buenos toreros cuando embarcan al toro en una buena faena. Recuperando a aquellos ausentes del alma que nos enseñaron a desentrañar sus vericuetos sentimentales. Viviendo intensamente cada instante de los días que se nos regalan. Reconvirtiendo en momentos sublimes aquellos que por reiterativos nos parecen insustanciales. Una cola en la Casa Hermandad para retirar tu Papeleta de Sitio. Un peregrinar para comprobar como poco a poco toman forma los esqueletos de madera en el interior de los templos. Aquellos que pronto serán altares deambulando por las calles de la Ciudad. Vivir sobre lo vivido con la esperanza de conseguir nuevas prorrogas terrenales para años venideros. Atrapar el momento que te depara la tradición, envuelta en la maraña de los sentimientos que se despertaron –ya de por vida- en la niñez. Una túnica blanca bailando tendida al soniquete del aire de la mañana. Una abuela con unas gafas redondas sujetas a la punta de la nariz, sentada en una silla de enea, mientras pega amorosa un escudo azul en el centro de un antifaz blanco como el armiño y, un niño, que junto a unos “colegas”, está comprando caramelos en “Casa Mauri”. Al final todo resulta de una simpleza extraordinaria.
lunes, 28 de marzo de 2011
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