Estamos viviendo una época ciertamente preocupante. No
solamente nos están quitando el sosiego y la necesaria paz interior sino, para
más inri, hasta nuestros sentimientos más profundos se mueven entre el olvido y
la desgana. Ayer, de manera casual y a
través de un amigo común, me enteré del fallecimiento de uno de mis más grandes
amigos. Se nos ha muerto Perico y ya
descansa el sueño de los justos sin ni siquiera haber podido darle un último
adiós. Nadie, absolutamente nadie, tuvo a bien marcar en su móvil un número (el
mío) que me hubiera abierto en canal la pena asumida por tantos momentos
compartidos. La pena más triste es
aquella que, aparte de no ser compartida, no tiene un claro destinatario. Nunca conocí a nadie que, como Perico, tuviera un talante más
optimista. Un vitalista al que tuve la
suerte de tener de amigo y compañero en mi infancia y juventud. Un pintor de brocha fina que le daba
brochazos a la vida en cualquiera de sus circunstancias. Hace tiempo, demasiado tiempo, que no tenía
noticias suyas y la última vez que me lo encontré en la calle (hace ya
demasiado tiempo) apenas se sostenía en pie y el hablar de forma coherente se
le hacia casi imposible. Pero, eso si,
su eterna sonrisa la tenía estampada en un rostro que ya nos avisaba que su
vida tenía fecha de caducidad. Después
no volví a verlo y las noticias que me llegaban de su persona cada vez eran más
preocupantes. Entono el “Mea culpa”
por no haberme preocupado de tenerlo más presente en su última etapa
existencial. Me producía bastante pesar
verlo en su estado y esto no hace más que situarme en el lado donde los humanos
siempre se terminan justificando. El que esté libre de olvidos que tire la
primera pena. Se fue Perico y lo recordaremos como un hombre
que tuvo como principal misión en la vida ser feliz haciendo felices a los
demás.
Juan Luis Franco – Miércoles Día 21 de Junio del 2017
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