Cada época se articula con hábitos nuevos y costumbres
viejas. Cuanto de positivo o negativo
tengan las mismas ya es harina de otro costal.
Es la sempiterna y difusa cuestión para dilucidar cuanto de bueno o malo
existe a nuestro alrededor. De un
tiempo a esta parte se ha puesto de moda el pedir disculpas ante las continuas
paparruchadas o dislates cometidos. En las redes sociales “desarrollan” una broma macabra sobre el holocausto judío; banalizan
los horrores de ETA; propagan una vil
y mezquina descalificación sobre una persona honrada o desarrollan una pelea a
mamporros de padres en un partido de fútbol de infantiles o juveniles. No importa,
todo es solucionable bajo el manto del arrepentimiento. A posterioridad y visto
el revuelo levantado se pide públicamente perdón por los desmanes cometidos y “aquí paz y después gloria”. Se dice que... “no estaba en mi animo
faltarle el respeto a nadie y lamento
si alguien se ha sentido ofendido” o bien...”nos dejamos llevar por el acaloramiento y sentimos el ejemplo que hemos dado
a nuestros hijos”. Cuando las
disculpas son sinceras poco (o ningún) trabajo cuesta aceptarlas. Pero, ¿dónde
quedan los necesarios propósitos de enmienda?
Alguien dijo que: “Una persona en
soledad piensa y discurre; con dos
charla; con tres debate; con cuatro discute y con cinco se va a la guerra”.
Pero, como toda regla tiene su excepción, los estúpidos cuando piensan y
teclean en solitario sus ordenadores son doblemente peligrosos. La nieta de Carrero Blanco y la siempre ejemplar Irene Villa dejaron testimonio por
escrito de no elevar a penal lo que simplemente son estupideces. En este país, le pese a quien le pese, el
único que ha pedido perdón con la inclusión del propósito de enmienda ha sido
el Rey (emérito). Errar es humano y
perdonar es darle sentido a la condición humana. Perdona a tu Pueblo Señor y sobre todo a la estupidez de algunos seres humanos.
Juan Luis Franco – Miércoles Día 14 de Junio de 2017
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