Bien cierto es que los caminos del Señor son inescrutables, pero los del fútbol ya ni les cuento. Si hubiéramos podido contemplar días atrás una visión de nuestro país a través de la panorámica de un satélite, habríamos observado sobre nuestra piel de toro una inmensa –y hermosa- mancha roja y gualda. Coches, motos, bicicletas, ventanas, balcones, terrazas y azoteas adornados/as con nuestra insignia nacional. Gentes de todas las edades vistiendo la camiseta de la Selección española. Gorras y bufandas a discreción. Tiendas de chinos haciendo su agosto en julio. El partido de la Final contra la violenta Holanda (ayer la naranja mecánica y hoy el hacha mecánica) ha sido lo más visto en toda la historia de las televisiones españolas. Cuando Andrés Iniesta pinchó la pelota que le sirvió Cesc Fábregas para posteriormente clavarla en las redes holandesas, España fue un solo clamor cantando un gol que consiguió llenar el firmamento de polvo de estrellas. Las gentes se abrazaban alborozadas y los pocos que vieron el partido en soledad se abrazaron a si mismos. Fue un acto de sana histeria colectiva que ya los sociólogos determinan como un antes y un después en el sentir patrio. Durante la ya larga Transición, cualquier signo externo con nuestros colores patrios era inequívocamente sospechoso del facherío más casposo. Los franceses, italianos o alemanes, independiente de sus ideologías, ven como un hecho normal llevar en sus coches un distintivo con los colores de sus países. Aquí no ocurría lo mismo. Afortunadamente y, dado que somos los reyes del mambo y de la novelería, lo raro será ver ahora un coche español sin su correspondiente banderita. Tiempo al tiempo. Pero, que puñetas, eso está bien. Cada uno nace donde Dios o la Madre Naturaleza determina y bien está sentirse orgulloso de ello. Nunca me gustaron las banderas que se llenan de sangre. Ni por defenderla ni por atacarla. Un país lo configuran sus tierras y sus gentes y, lo demás –himnos y banderas-, son signos complementarios y externas señas de identidad. Pero, dicho esto, para lo lúdico y lo colectivo nos agarramos a su mástil y la soplamos con nuestro aliento para que nunca deje de ondear. No somos ni mejores ni peores que nadie pero, eso si, muchos –muchísimos- estamos tremendamente orgullosos de sentirnos españoles. Ya toca superar una mala conciencia histórica izquierdista que unía inevitablemente lo genuinamente español con el superado espíritu franquista. En España, como en cualquier país democrático, solo sobran los extremistas y aquellos que a través del oportunismo político se llenan los zurrones. Cabemos todos, cada uno con sus peculiaridades más cercanas y sentimentales, en este inacabado proyecto al que todavía –y espero que por muchos siglos- llamamos España. Grandes personajes españoles del siglo XX nunca renegaron de su origen patriótico. Valga como ejemplo el del malagueño Pablo Ruiz Picasso -¿les suena, verdad?-, al que distintos gobiernos franceses intentaron convencer para que adoptara la nacionalidad francesa. Nunca lo consiguieron. Picasso era tan español como Rafael Alberti y Miguel de Molina. Por circunstancias históricas tuvieron que soñar a España desde la distancia, pero con Ella siempre en el pincel, la pluma o los labios. Siempre temblando de emoción cuando la nombraban. En ellos, y en muchísimos más, estaba el alma de lo genuinamente español. Gracias, denostado y alineante fútbol del ayer, por meternos por nuestras ventanas y balcones esta bocanada de aire patrio. Gracias a todos los que vestidos de corto o tras un banquillo nos habéis devuelto la dignidad patria.
La espera ha sido larga pero ha merecido la pena. Sois grandes por buenos y buenos por grandes. Configuráis nuestra mejor generación de deportistas y un ejemplo a seguir para las generaciones venideras.
Es una pena que unido a esta generación de grandísimos y excelsos deportistas, nuestro país no nos haya proporcionado una cosecha de buenos políticos. En eso desgraciadamente andamos cortitos. Pero, confiemos que terminen aprendiendo de este enorme ejercicio de talento, honradez y sacrificio de los de “la Roja”. Que aprendan ellos, nuestros gestores de lo publico y, lo más importante, que algún día terminemos de aprender nosotros que, a la postre, somos quienes en definitiva tenemos la llave del cofre donde se guarda la bandera roja y gualda.
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