A Alfonso “La Esmeralda de Sevilla”, que siempre lo fue sin que tener que presumir de serlo.
La pasada semana se celebraron en distintas ciudades española –y entiendo que del mundo mundial- una serie de actos festivos y lúdicos para celebrar el “Día del Orgullo Gay”. Los mismos culminaron con cabalgatas que los políticos actuales de izquierda apoyan de manera entusiasta en un ejercicio supremo de oportunismo y, que sinceramente, le hacen un flaco favor a la seriedad y el rigor que deben acompañar las justa reivindicaciones de este colectivo. Una cabalgata llena de colorido, zapatos de plataformas, vestimentas a lo Barbarela, pelucas multicolores y culos y tetas al aire. Todo encuadrado en un vano intento de provocar en una España donde, el centro de la provocación, lo ostenta el Gobierno con su política inmisericorde hacia las clases más desfavorecidas. Afortunadamente existen colectivos serios de homosexuales y lesbianas (versus Colega), que entienden que este desmadre de lujuria en poco o nada ayudan a sus justas demandas políticas y sociales. Más bien entienden que todo lo contrario. Evidentemente, al asumir esta postura seria y razonada, son tachados de reaccionarios y fachas y, acusados de ser en definitiva utilizados por el PP. En vez de colgar en el mástil del Ayuntamiento la bandera del Arcos Iris, debían de colgar las facturas de algunos restaurantes, para que los ciudadanos comprueben como “afrontan” la crisis algunos de nuestros políticos. Viven continua y cómodamente instalados en las formas obviando el fondo de las cuestiones. Les resulta más útil y mucho más rentable electoralmente desviar nuestra atención de los verdaderos problemas. La razón genera monstruos y la política ya ni les cuento.
Los homosexuales han padecido -y padecen- a lo largo de la historia una feroz represión. De manera prioritaria en regimenes fundamentalistas y dictatoriales tanto de derechas como de izquierdas (la libertad de pensar y sentir es un serio peligro ante el pensamiento único y la política del “ordeno y mando”). Durante el franquismo se les aplicaba la “Ley de Vagos y Maleantes” y fueron represaliados hasta límites que hoy se nos antojarían increíbles (trabajando de chaval en la calle San Luís, conocí un caso de un muchacho homosexual al que machacaron a palos los “guapos” del Pumarejo. No les había hecho absolutamente nada. Le pegaron por puro divertimento. Cuando la familia intentó poner una denuncia le dijeron en comisaría:” que si no fuera maricón no le pasarían estas cosas”. Lógicamente no consideraron el hecho como punitivo).
Cuando era un niño (hace ya demasiados años) recuerdo que junto con un grupo de cafres rompíamos pelotas de trapos a pelotazos en plazuelas adoquinadas. Jugábamos a la lima, el trompo o a las bolas. Nos subíamos en árboles y palmeras emulando a Tarzán de los monos. Nos escondíamos en los huecos de las escaleras para verles las “cachas” a las muchachas que subían a tender la ropa. Mientras, alguno en solitario se emancipaba lentamente del grupo, y se dedicaba a bailar el diávolo en la soledad del patio de vecinos. Otras veces jugaba con su hermana en la puerta de la habitación a vestir muñecas. Nosotros desde nuestra inocente edad no entendíamos nada y menos el cotilleo entre dientes que sobre él se traían algunas vecinas. Tarde o temprano alguno de nosotros nos traía la respuesta a nuestra extrañeza: “es que dicen que el niño de “la planchadora” es mariquita. Las madres (¡benditas sean!) en aquella época cubrieron con un sacrificado y amoroso manto protector las “rarezas” de sus niños, destinados a ser carne de cañón en una sociedad machista y beligerante.
Hubo “padres” energúmenos que machacaron a palos a sus hijos pensando que de esta forma los reciclarían en “machotes”. Cuando crecieron tuvieron que vivir su sexualidad de manera clandestina. Era corriente en aquella triste etapa española que cuando se valoraban las virtudes personales o profesionales de una persona se terminara con el irracional latiguillo: ¡parece mentira que sea maricón! A lo que la otra parte replicaba: “que verdad es que nadie es perfecto”.
Curiosamente el lesbianismo era más llevadero, pues en una sociedad machista hasta la medula lo que se consideraba una autentica perversión era, que a un “tío” no le gustaran las mujeres, y que encima se encandilara con los de su mismo sexo.
Homosexuales hubo, hay y habrá entre los jueces, los políticos, los artistas, los fontaneros, los campesinos, los parados, los bomberos, los futbolistas, los toreros o los sexadores de pollos. Exactamente igual que ocurre con los heterosexuales. La única variante es que los primeros se sienten inclinados con toda naturalidad, tanto afectiva como sexualmente, hacia personas de su mismo sexo. No son bichos raros, sino más bien la rareza parte de unos hábitos sociales que afortunadamente hoy están caducos y trasnochados. Existen dos cuestiones que se cimientan y toman forma en lo más hondo de nuestros sentimientos: las creencias religiosas y la sexualidad. Ambas ayudan al ser humano a crecer como personas y a buscar de manera legitima su felicidad personal. Lo político, lo social e inclusive lo cultural solo cobra sentido a través del corporativismo, pero el sexo y la fe son personales e intransferibles, y por tanto inseparables de la persona en su infinita soledad. Ya está bien de tantas “salidas de armario”, tanta cabalgata y tanto cuento chino. Los que tienen que salir son algunos políticos de la Cueva de Alí Babá.
La pasada semana se celebraron en distintas ciudades española –y entiendo que del mundo mundial- una serie de actos festivos y lúdicos para celebrar el “Día del Orgullo Gay”. Los mismos culminaron con cabalgatas que los políticos actuales de izquierda apoyan de manera entusiasta en un ejercicio supremo de oportunismo y, que sinceramente, le hacen un flaco favor a la seriedad y el rigor que deben acompañar las justa reivindicaciones de este colectivo. Una cabalgata llena de colorido, zapatos de plataformas, vestimentas a lo Barbarela, pelucas multicolores y culos y tetas al aire. Todo encuadrado en un vano intento de provocar en una España donde, el centro de la provocación, lo ostenta el Gobierno con su política inmisericorde hacia las clases más desfavorecidas. Afortunadamente existen colectivos serios de homosexuales y lesbianas (versus Colega), que entienden que este desmadre de lujuria en poco o nada ayudan a sus justas demandas políticas y sociales. Más bien entienden que todo lo contrario. Evidentemente, al asumir esta postura seria y razonada, son tachados de reaccionarios y fachas y, acusados de ser en definitiva utilizados por el PP. En vez de colgar en el mástil del Ayuntamiento la bandera del Arcos Iris, debían de colgar las facturas de algunos restaurantes, para que los ciudadanos comprueben como “afrontan” la crisis algunos de nuestros políticos. Viven continua y cómodamente instalados en las formas obviando el fondo de las cuestiones. Les resulta más útil y mucho más rentable electoralmente desviar nuestra atención de los verdaderos problemas. La razón genera monstruos y la política ya ni les cuento.
Los homosexuales han padecido -y padecen- a lo largo de la historia una feroz represión. De manera prioritaria en regimenes fundamentalistas y dictatoriales tanto de derechas como de izquierdas (la libertad de pensar y sentir es un serio peligro ante el pensamiento único y la política del “ordeno y mando”). Durante el franquismo se les aplicaba la “Ley de Vagos y Maleantes” y fueron represaliados hasta límites que hoy se nos antojarían increíbles (trabajando de chaval en la calle San Luís, conocí un caso de un muchacho homosexual al que machacaron a palos los “guapos” del Pumarejo. No les había hecho absolutamente nada. Le pegaron por puro divertimento. Cuando la familia intentó poner una denuncia le dijeron en comisaría:” que si no fuera maricón no le pasarían estas cosas”. Lógicamente no consideraron el hecho como punitivo).
Cuando era un niño (hace ya demasiados años) recuerdo que junto con un grupo de cafres rompíamos pelotas de trapos a pelotazos en plazuelas adoquinadas. Jugábamos a la lima, el trompo o a las bolas. Nos subíamos en árboles y palmeras emulando a Tarzán de los monos. Nos escondíamos en los huecos de las escaleras para verles las “cachas” a las muchachas que subían a tender la ropa. Mientras, alguno en solitario se emancipaba lentamente del grupo, y se dedicaba a bailar el diávolo en la soledad del patio de vecinos. Otras veces jugaba con su hermana en la puerta de la habitación a vestir muñecas. Nosotros desde nuestra inocente edad no entendíamos nada y menos el cotilleo entre dientes que sobre él se traían algunas vecinas. Tarde o temprano alguno de nosotros nos traía la respuesta a nuestra extrañeza: “es que dicen que el niño de “la planchadora” es mariquita. Las madres (¡benditas sean!) en aquella época cubrieron con un sacrificado y amoroso manto protector las “rarezas” de sus niños, destinados a ser carne de cañón en una sociedad machista y beligerante.
Hubo “padres” energúmenos que machacaron a palos a sus hijos pensando que de esta forma los reciclarían en “machotes”. Cuando crecieron tuvieron que vivir su sexualidad de manera clandestina. Era corriente en aquella triste etapa española que cuando se valoraban las virtudes personales o profesionales de una persona se terminara con el irracional latiguillo: ¡parece mentira que sea maricón! A lo que la otra parte replicaba: “que verdad es que nadie es perfecto”.
Curiosamente el lesbianismo era más llevadero, pues en una sociedad machista hasta la medula lo que se consideraba una autentica perversión era, que a un “tío” no le gustaran las mujeres, y que encima se encandilara con los de su mismo sexo.
Homosexuales hubo, hay y habrá entre los jueces, los políticos, los artistas, los fontaneros, los campesinos, los parados, los bomberos, los futbolistas, los toreros o los sexadores de pollos. Exactamente igual que ocurre con los heterosexuales. La única variante es que los primeros se sienten inclinados con toda naturalidad, tanto afectiva como sexualmente, hacia personas de su mismo sexo. No son bichos raros, sino más bien la rareza parte de unos hábitos sociales que afortunadamente hoy están caducos y trasnochados. Existen dos cuestiones que se cimientan y toman forma en lo más hondo de nuestros sentimientos: las creencias religiosas y la sexualidad. Ambas ayudan al ser humano a crecer como personas y a buscar de manera legitima su felicidad personal. Lo político, lo social e inclusive lo cultural solo cobra sentido a través del corporativismo, pero el sexo y la fe son personales e intransferibles, y por tanto inseparables de la persona en su infinita soledad. Ya está bien de tantas “salidas de armario”, tanta cabalgata y tanto cuento chino. Los que tienen que salir son algunos políticos de la Cueva de Alí Babá.
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