Leo con satisfacción en la prensa sevillana que próximamente se procederá a llenar de agua el canal de la Plaza de España y, su viabilidad para su posterior disfrute ciudadano. Se volverá a poner en práctica una particular versión veneciana al sevillano modo. Bien está, aunque muy de tarde en tarde, que las buenas noticias aparezcan en nuestras maltrechas y desosegadas vidas. Curiosamente, la restauración integral de la Plaza más emblemática de la Exposición del 29 ha superado en tiempo al de su construcción. Poco puede extrañarnos en una Ciudad donde existe una Plaza de Abastos (la de la Encarnación) con una “instalación provisional” que data de 1973. Pero seamos moderadamente optimistas y veamos el vaso medio lleno. Bien está lo que bien acaba y, en esa consideración, debemos situar a la magníficamente restaurada Plaza de España. Ahora tocará mantenerla a salvo del vandalismo imperante en nuestra Ciudad.
Sinceramente, con los años he llegado a la conclusión que el mayor defecto de los que habitamos la Vieja Híspalis no es el pasotismo ni la indolencia. No podemos obviar que continuamente hacemos meritos para darle credibilidad a esta aseveración, pero creo que si algo nos define en negativo, es nuestra pertinaz novelería y nuestros continuos bandazos. No es casualidad que nuestra cima más alta (hasta que se termine la Torre Pelli) es un Giraldillo (es decir una escultura de mujer con nombre masculino) que es en definitiva una veleta. Pura contradicción al sevillano modo. Miramos para el este o el oeste según soplen los vientos del oportunismo. Norte o sur según convenga en cada momento. Podemos cambiar de opinión de la noche a la mañana y, no mediante un proceso reflexivo, sino en función de quien sea nuestro interlocutor o el ámbito donde nos expresemos. Sentimos nostalgia con los años por cosas –y personas- que en su día no solo no supimos valorar, sino que incluso considerábamos perniciosas.
Para mi generación la Plaza de España tiene variadas y sólidas lecturas sentimentales. En el contorno exterior de su fuente central aprendimos de niños a montar en bicicleta. Allí se alquilaban unas pesadas máquinas con sus frenos cableados y, que raramente funcionaban. Esto lo descubríamos cuando dábamos con nuestros frágiles cuerpos en el suelo. Eso si, no sin ciertos sobresaltos de nuestros padres o abuelos. Pero, a base de tenacidad y caídas, terminábamos aprendiendo a “montar” con nuestra autoestima por las nubes. En la etapa de la adolescencia era el canalillo (el canal) el centro de nuestras andanzas de precoces enamorados. Alquilabas una barca para “pasear” a tu asustada (con razón) novia del momento.
Allí descubrí de manera rotunda dos cuestiones: primero, que Dios no me había llamado por el camino de la marinería y, dos, como cojones al remar siempre se me iba la barca para el lateral del canal no deseado o, por el contrario, daba vueltas y vueltas sobre si misma sin avanzar un solo metro. Renuncié muy pronto en mi loable intento de emular a “Chanquete”, y nos pegábamos nuestro garbeo en la “Enriqueta” (una barca a motor con su banderita de España en la proa, pilotada por un “almirante” en la popa y siempre atestada de gente que parecían pasajeros del Titanic). ¡Que tiempos aquellos!
Cuando la nostalgia se instala definitivamente en nuestras vidas ya somos firmes candidatos al resbaladizo campo de la depresión. Si la vida todavía no te ha pasado una costosa factura en tu salud y, las bajas padecidas en el ejercicio de vivir no sobrepasan la ley natural de la vida y las cosas, debemos valorar como prioritario lo que aun está por llegar. Vivir consiste en gastar los retazos de vida que nos queden.
Bien está recrearnos en aquellos momentos donde desde nuestra inocencia fuimos realmente felices. La niñez, siempre la niñez, y la adolescencia como luminosos calidoscopios de aquellos momentos donde rozamos la felicidad con la punta de los dedos. Éramos felices por inocentes e, inocentes por ser felices. Todo estaba por descubrirse y teníamos en nuestros corazones el impagable mundo de los sueños por realizarse. Concedámosle a lo nostálgico un voto positivo de confianza y recordemos pues a Sevilla, el ayer, la Plaza de España y, a nosotros como torpes pero felices y pertinaces remeros de su canal.
Nota ferial: Otro día os recordaré lo que la Plaza de España representaba como magnifico anexo de la Feria del Prado. Junto con los Jardines de Murillo y el Parque de María Luisa configuraban un conglomerado festivo y popular realmente inigualable. Insisto una vez más: ¡que tiempos aquellos!
Sinceramente, con los años he llegado a la conclusión que el mayor defecto de los que habitamos la Vieja Híspalis no es el pasotismo ni la indolencia. No podemos obviar que continuamente hacemos meritos para darle credibilidad a esta aseveración, pero creo que si algo nos define en negativo, es nuestra pertinaz novelería y nuestros continuos bandazos. No es casualidad que nuestra cima más alta (hasta que se termine la Torre Pelli) es un Giraldillo (es decir una escultura de mujer con nombre masculino) que es en definitiva una veleta. Pura contradicción al sevillano modo. Miramos para el este o el oeste según soplen los vientos del oportunismo. Norte o sur según convenga en cada momento. Podemos cambiar de opinión de la noche a la mañana y, no mediante un proceso reflexivo, sino en función de quien sea nuestro interlocutor o el ámbito donde nos expresemos. Sentimos nostalgia con los años por cosas –y personas- que en su día no solo no supimos valorar, sino que incluso considerábamos perniciosas.
Para mi generación la Plaza de España tiene variadas y sólidas lecturas sentimentales. En el contorno exterior de su fuente central aprendimos de niños a montar en bicicleta. Allí se alquilaban unas pesadas máquinas con sus frenos cableados y, que raramente funcionaban. Esto lo descubríamos cuando dábamos con nuestros frágiles cuerpos en el suelo. Eso si, no sin ciertos sobresaltos de nuestros padres o abuelos. Pero, a base de tenacidad y caídas, terminábamos aprendiendo a “montar” con nuestra autoestima por las nubes. En la etapa de la adolescencia era el canalillo (el canal) el centro de nuestras andanzas de precoces enamorados. Alquilabas una barca para “pasear” a tu asustada (con razón) novia del momento.
Allí descubrí de manera rotunda dos cuestiones: primero, que Dios no me había llamado por el camino de la marinería y, dos, como cojones al remar siempre se me iba la barca para el lateral del canal no deseado o, por el contrario, daba vueltas y vueltas sobre si misma sin avanzar un solo metro. Renuncié muy pronto en mi loable intento de emular a “Chanquete”, y nos pegábamos nuestro garbeo en la “Enriqueta” (una barca a motor con su banderita de España en la proa, pilotada por un “almirante” en la popa y siempre atestada de gente que parecían pasajeros del Titanic). ¡Que tiempos aquellos!
Cuando la nostalgia se instala definitivamente en nuestras vidas ya somos firmes candidatos al resbaladizo campo de la depresión. Si la vida todavía no te ha pasado una costosa factura en tu salud y, las bajas padecidas en el ejercicio de vivir no sobrepasan la ley natural de la vida y las cosas, debemos valorar como prioritario lo que aun está por llegar. Vivir consiste en gastar los retazos de vida que nos queden.
Bien está recrearnos en aquellos momentos donde desde nuestra inocencia fuimos realmente felices. La niñez, siempre la niñez, y la adolescencia como luminosos calidoscopios de aquellos momentos donde rozamos la felicidad con la punta de los dedos. Éramos felices por inocentes e, inocentes por ser felices. Todo estaba por descubrirse y teníamos en nuestros corazones el impagable mundo de los sueños por realizarse. Concedámosle a lo nostálgico un voto positivo de confianza y recordemos pues a Sevilla, el ayer, la Plaza de España y, a nosotros como torpes pero felices y pertinaces remeros de su canal.
Nota ferial: Otro día os recordaré lo que la Plaza de España representaba como magnifico anexo de la Feria del Prado. Junto con los Jardines de Murillo y el Parque de María Luisa configuraban un conglomerado festivo y popular realmente inigualable. Insisto una vez más: ¡que tiempos aquellos!
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