miércoles, 15 de septiembre de 2010

Hasta que la muerte nos separe


“Las mujeres hacen los hogares y los hombres los disfrutan;
los hombres hacen las guerras y las mujeres las padecen”.
- John Le Carré – (El jardinero fiel)

Era un día otoñal con una luz pálida y difusa que parecía querer agarrarse al desaparecido verano. Era como si quisiera dar marcha atrás y salvarse de las garras del crudo e inmisericorde invierno. La tarde avanzaba lenta pero inexorable buscando perderse envuelta en el manto de la noche. El pueblo estaba tranquilo y sus empinadas calles medio desiertas parecían perderse en las lindes de los verdes olivos. El tenue sol se colaba por entre las rendijas de la persiana de la cocina y besaba suavemente su hombro desnudo. Fregaba de manera lenta y monocorde los platos de la comida del mediodía. Las lágrimas le resbalaban por sus mejillas y se las secaba con el filo de su delantal. Era una bella mujer de treinta y siete años de edad y que se llamaba, María de los Dolores Nomepeguesmáscanalla. Llevaba doce años casada con un hombre tres años mayor que ella que respondía al nombre de, José María Tepegoporquemesaledeloshuevos.

Durante la comida, y para no perder la costumbre, José Mari se mostró violento y agresivo con ella. La excusa fue que había olvidado en la compra mañanera el tinto de verano de “La Casera”. Tendría que beber cerveza con la comida, cosa que aborrecía, pues la “Cruzcampo” la destinaba para emborracharse con sus colegas. En un ataque de ira arrojó el plato de garbanzos con menudo contra la puerta de la cocina. No contento y viendo que Lola no le daba “juego” para seguir discutiendo, la empujó violentamente contra el sofá. La llamó inútil y desagradecida por no saber valorar lo “bueno” que era con ella.


Que lejos quedaban aquellos años de noviazgo con esporádicas excursiones en la vieja Ducati a las playas del litoral gaditano. Besos furtivos robados al embrujo plateado de la luna. Románticos paseos cogidos de la mano donde el silencio marcaba el compás sonoro de los enamorados. Proyectos y sueños que llevarían a cabo en una amorosa vida en común. Hasta que la muerte nos separe dijeron convencidos en la Capilla de la Santa Concordia el día de su boda. Luego, conforme avanzaba su vida de casados, fue apareciendo lenta pero inexorablemente la hiena que moraba en sus entrañas de hombre despótico y violento. Primero la culpó de que no pudieran tener hijos (sin existir pruebas analíticas de donde dimanaba el problema). ¡Con la ilusión que le hacía haber ido con su niño a ver los partidos del equipo de sus amores! Luego la culpaba que no se hubieran cumplido sus ambiciones y expectativas profesionales. Estaba convencido de que con otra mujer él hubiera triunfado en la vida. Le dio por la bebida y vivía en un estado de borrachera permanente. Ella callaba y aguantaba pacientemente. Broncas, desprecios y palizas ya formaban parte de su cotidianidad más angustiosa. Disimulaba, a base de coloretes y sonrisas forzadas, ante familiares y allegados el calvario que estaba padeciendo. Nunca quiso denunciarlo por no preocupar a sus seres más queridos. Pensaba que todavía sería posible que cambiase.


Por eso, cuando en la cocina afilaba con una piedra pómez su largo y estilizado cuchillo jamonero, pensó que todo en la vida tiene un límite. No tenia nada premeditado pero no todo lo sentimental se anota en una agenda. Blandió el cuchillo con su mano derecha y enfiló sus pasos hacia el salón. Por encima del sofá se entreveía la coronilla de José Mari y se escuchaban sus entrecortados ronquidos de buey a punto de ser degollado. Le agarró firmemente con su mano izquierda la cabeza y le asestó un certero tajo en la yugular. Este abrió los ojos de par en par y dirigió su espantada mirada hacia la lámpara de cristal del techo. Un borbotón de sangre le brotó de su garganta y un amplio estertor le anunció que la muerte había llamado a su puerta. Su chándal quedó impregnado para siempre de un mortuorio color rojo amapola. Lola, con una tranquilidad que incluso a ella le causó asombro, depositó cuidadamente el cuchillo sobre la mesa del salón. Se dirigió al cuarto de baño y se lavó profunda y cuidadosamente ambas manos. Luego se acicaló el pelo y se perfiló la comisura de los labios con un rojo carmín sangre de toro. Con una toalla húmeda se frotó sus llorosos ojos y se extrañó de encontrarse todavía guapa. Cuando cruzó la Plaza de los Suspiros Perdidos, en el reloj de la puerta del Convento de los Frailes Mercedarios dieron las seis de la tarde. Enfiló sus pasos con el contoneo de sus zapatos de medio tacón hacia el próximo Cuartel de la Guardia Civil. Al llegar, levantó la vista y vio en su frontal un: “Todo por la Patria”. Divisó en su patio interior a Joaquín Duque de Ahumada, compañero de juegos infantiles y enamorado sin usar de su juventud. Se acercó a la cancela y le saludó reclamando su presencia. Este se le acercó sonriente y……………..

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