La llamada Santa Inquisición tuvo en Sevilla “Santo y Seña” en el Castillo de San Jorge en Triana. Después de condenados los reos eran paseados en carromatos hasta la Plaza de San Francisco, donde eran expuestos al escarnio público a través de los llamados “Autos de Fe”. Posteriormente ya eran definitivamente trasladados a unos terrenos del extrarradio donde eran sometidos al implacable y cruel “fuego purificador”. Dos quemadores fueron los más activos de la “Santa Inquisición”: el de San Diego en los actuales terrenos de Tablada y el del Prado de San Sebastián. Interesente a más no poder resulta adentrarse en los laberintos de Internet y descubrir aspectos históricos de la Inquisición. De manera preferente centrando nuestra atención en el triste legado sevillano. Imprescindible estudiar los Siglos XVI y XVII de Sevilla, para comprender porque siempre hemos sido un compendio de luces y sombras. No trato de todas formas en este Toma de Horas de adentrarme en los siempre complejos laberintos de la Historia. No, me gustaría más bien centrarme en la tendencia de los seres humanos para, en todas las épocas, sacar a pasear al inquisidor que todos llevamos dentro. Los llamados falsos cristianos, los herejes y los judíos eran el blanco principal de las emponzoñadas flechas de la “Santa Inquisición”. Hoy ya todos somos sospechosos ante “algo” o ante “alguien”. Gracias al impagable magisterio de Manuel Márquez de Castro tuve ocasión, durante todo un año en la Biblioteca de la Real Sociedad Económica Sevillana de Amigos del País, de poder acceder a una reveladora documentación –única en Sevilla- sobre los expedientes de los procesos inquisitoriales. ¡Increíble! Había de todo en aquellos impresionantes documentos: rencillas personales; conflictos amorosos con sus correspondientes “ataques de cuernos”; herencias disputadas por avaros insaciables; denuncias de hermanos contra hermanos; “cuentas pendientes” de familias enemistadas por la distribución de fincas y terrenos y, en definitiva, todo un compendio demostrativo de la vileza y el rencor de los seres humanos. Siempre, eso si, utilizando la “Herejía” como el principal motivo de los encauzamientos. Los inquisidores se encuadran en dos grupos igualmente perversos: los profesionales y los vocacionales. Los primeros siempre desarrollaron –y desarrollan- su innoble tarea desde la esfera del poder (o mejor desde los poderes fácticos). Obtienen, a que dudarlo, pingües beneficios por su gestión. Los segundos viven medrando en los aledaños de los primeros para, cual lobos hambrientos, recoger agradecidos la carroña que les ofrecen a cambio de su información delatora. Tres conceptos verbales utilizan en su tarea inquisidora: “A ese lo conozco yo muy bien”; “Me he quedado con su cara” y, “Se donde vive”. Luego lo demás ya viene rodado: acechan a su presa hasta apresarla por la yugular. El honor, la dignidad profesional, la integridad moral, la decencia, todo, absolutamente todo, quedará en entredicho. Un íntimo amigo historiador, al que por razones obvias omitiré su nombre, tuvo la suerte de acceder por primera vez a los Archivos Militares y, así poder estudiar los Juicios Sumarísimos contra algunos de los izquierdistas apresados durante la Guerra Civil. Curiosamente, en algunos de estos expedientes, se reflejaba que fueron denunciados por hermanos, amigos o compañeros de Partido. Había que salvar el propio pellejo y convertirse en “inquisidor vocacional” podía ser la solución perfecta. Los inquisidores son intemporales. En cada época adaptan un ropaje acorde con las circunstancias.
Solo puede ser contrarrestada su “labor” en lo que a los “profesionales” se refiere con altas dosis de Democracia (la de verdad y no la que padecemos) y, en cuanto a los “vocacionales”, sinceramente, al estar agazapados y a cubierto existen pocas posibilidades de menguar su ladina tarea.
Es difícil saber, muchas veces, de que ventana proceden las balas de los francotiradores. Como cantaba Serrat: “Entre esos tipos y yo hay algo personal”.
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