Parecía que fue ayer y ya habían transcurrido más de trece años. Llegó a aquella casa cuando solo contaba dos meses de edad. Era una bolita de pelo blanco más parecida a un osito de peluche que a un cachorro canino. Fue por Navidad y formaba parte del regalo sorpresa a la “benjamina” de la casa. Aquella que llegaría a ser compañera infantil de juegos y caricias. Hubo una cierta polémica sobre que nombre ponerle a aquel nuevo miembro de la familia. Al fin decidieron llamarla “Blanquita” que le cuadraba con su blanco y espeso pelo. “Blanqui” era mimada y cuidada en todas su necesidades. Lo que menos le gustaba eran las periódicas visitas al veterinario con su interminable rosario de vacunas y sus medidas desparasitarías. Al principio, la dueña de la casa era quien más le reñía, por ir dejando pequeñas deposiciones y regueros de orín por todos lo rincones (todavía no podían sacarla de paseo a la calle). Luego estaba su inveterada costumbre de morder cojines y cortinas. Tuvo que cortarse un poco cuando seriamente escuchó comentar que: “O se va la perra o me voy yo”. Afortunadamente no llegó la sangre al río y se fue controlando para no complicarse su perruna vida (vida perruna es algo bien distinto). Odiaba las visitas pues cuando estas hacían acto de presencia la encerraban en un patinillo oscuro y lleno de chismes. Cuando recuperaba la libertad saltaba alborozada diciendo en clave de ladridos: “Cada uno en su casa y Dios en la de todos”. La educaron de forma que solo comía el pienso que el veterinario le tenía recomendado y nunca se subía en sillones, sofás, ni camas. Dormía en una enorme cesta arropada con una descolorida manta. Siempre con la inexcusable compañía de un pequeño peluche de oso que, a no dudar, le haría soñar con su espíritu maternal. Cuando más disfrutaba era cuando se montaba en el coche familiar y sacaba su cabeza por la ventanilla aspirando aires de libertad. La vecindad la quería y la consideraba como algo propio por su carácter juguetón y tremendamente cariñoso. Quien más se preocupaba de ella era precisamente aquella a la que un navideño día le llegó en forma de regalo. La bajaba a la calle tres veces al día y “Blanqui” terminó durmiendo a los pies de su cama. Había desarrollado su fidelidad hacia su “dueña” hasta unos extremos donde solo puede llegar la raza canina. Cuando sentía las llaves en la puerta y adivinaba que era ella que volvía de sus obligaciones escolares saltaba dando brincos de alegría. Los años fueron trascurriendo y aquella niña se convirtió en adolescente. Se marchó durante un año a Irlanda para desarrollar un master en el idioma de Shakespeare. “Blanquita” fue notando esta ausencia más que nadie y, empezó a observar, como al resto del “Libro de Familia” no le hacia mucha gracia tener que bajarla a la calle con los rigores del verano y el frío del invierno. Comprobó que su nombre aparecía en más de una discusión sin que ella llegase a comprender la causa y el motivo. Un día, un infausto día, se le despejaron todas sus dudas. El padre de su “dueña” le enseñó la correa, signo inequívoco de que habría paseo. Le dijo: “Vamos a la calle Blanquita”. Se mostró alborozada y no saltaba porque sus catorce años ya no se lo permitían. Luego todo sucedió de manera muy rápida. Un paseo en coche hacia una carretera lejana. Un simulacro de salida del vehículo y una invitación para que ella hiciera lo mismo. Luego un cierre de puertas rápido y una escapada veloz. Allí se quedó “Blanquita” sola, a pié de carretera y con la noche muriéndose en las lomas cercanas. Horas después vio acercarse a lo lejos unos potentes faros y pensó que todo había sido una broma que le había gastado su dueño. Se situó contenta y respirando aliviada en medio de la carretera.
Luego todo ocurrió a una velocidad vertiginosa: notó un fuerte impacto sobre su cuerpo y como volaba por los aires hasta caer en el arcén rota como una paloma malherida. Por curiosidades de la vida, a esa misma hora una muchacha sevillana estudiante en un Colegio Mayor de Dublín, elaboraba en la Biblioteca una redacción en inglés sobre la obra maestra de Vargas Llosa: “La ciudad y los perros”. Horas más tarde, un embaucador sevillano de serpientes, marcaba un número de teléfono de Irlanda. Tendría que contarle a su hija, con fingido eco lastimero, que a su “Blanqui” en un descuido la había pillado un coche. James Joyce y Luís Cernuda unidos, a su pesar, por una bondadosa muchacha y un canalla inmisericorde.
Luego todo ocurrió a una velocidad vertiginosa: notó un fuerte impacto sobre su cuerpo y como volaba por los aires hasta caer en el arcén rota como una paloma malherida. Por curiosidades de la vida, a esa misma hora una muchacha sevillana estudiante en un Colegio Mayor de Dublín, elaboraba en la Biblioteca una redacción en inglés sobre la obra maestra de Vargas Llosa: “La ciudad y los perros”. Horas más tarde, un embaucador sevillano de serpientes, marcaba un número de teléfono de Irlanda. Tendría que contarle a su hija, con fingido eco lastimero, que a su “Blanqui” en un descuido la había pillado un coche. James Joyce y Luís Cernuda unidos, a su pesar, por una bondadosa muchacha y un canalla inmisericorde.
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