La vejez es por su propia naturaleza algo imprevisible. Primero constatar que no todos los nacidos llegan a ella. Después, asumir que en la época actual la edad media de fallecimientos ha aumentado considerablemente. Afortunadamente cada día son más las personas que traspasan las fronteras de los ochenta años. Siempre queda la incertidumbre de cómo será nuestro estado físico, psíquico, sentimental y hasta económico al llegar a nuestro último rescoldo de vida. Son ya casi tres largos años -motivado por el enclaustramiento de mi madre en dos Residencias- que le tomo a la vejez su pulso con frecuencia. Llego, observo y, lo más importante, me preocupo de formar parte del entorno más cercano de algunos residentes. Les acompaño y dada sus dilatadas experiencias me acompañan a mí en la “soledad del corredor de –sin- fondo”. De todo hay en la “Viña del Señor”. Deteriorados físicamente y maniatados, para su ya corto trayecto vivencial, a un andador o una silla de ruedas. Los hay que están relativamente bien físicamente pero con irreversibles lagunas en sus ya inexistentes memorias. Otros, afortunadamente, se mantienen razonablemente en buen estado físico y mental. Apuran sus días procurando que los mismos pasen lentos y entretenidos (la vejez es lenta por su propia naturaleza y por vivir intrínsicamente tan solo el presente). He conocido historias espeluznantes y, otras, donde algunos seres humanos –en forma de familiares- dejan por los suelos la posible y necesaria grandeza de las personas. Allí ya no se espera nada y cualquier caricia aunque sea a destiempo es sumamente agradecida. Están escribiendo el epilogo de sus vidas y, exceptuando a aquellos que se queden en el camino, todos pasaremos montados en el tren de nuestras existencias por este último túnel. Desde los tiempos más remotos los seres humanos han intentado coger veredas para desviarse del camino que, irremediablemente, nos llevará de nuevo al “Kilómetro Cero”. Ya, incuestionablemente, no existirá ninguna posibilidad de poner de nuevo el contador en marcha. Un día ya muy lejano alguien dijo: “Ha sido niño y ha pesado…..” y, otro más reciente: “Su padre ha fallecido pero quédese tranquilo que no ha sufrido nada”. Esto, independiente de que a la postre no sea más que una mentira piadosa, nos reconforta y los médicos lo saben. Cuando llamamos a algún familiar para darle la mala nueva siempre apostillaremos: “Afortunadamente el médico nos ha confirmado que no ha sufrido nada”. La grandeza de vivir consiste, ni más ni menos, en la posibilidad de ir acumulando experiencias, vivencias y emociones. Gozar y sufrir son las dos caras de una misma moneda. Permanecer instalado en la eterna juventud que magistralmente nos narró Oscar Wilde (“El Retrato de Dorian Gray”) sería algo demoledor. ¿Cuándo y como nos llegaría la sabiduría necesaria para entender el porque de las cosas? La vida, es como un hermoso y apasionante libro, al que después de desgranar todas sus hojas cerramos y depositamos en nuestra mesita de noche. Un día apagaremos la luz de la mañana y cerraremos los ojos para ver que sorpresa nos espera transportados por la luminosa estela de la Fe. Posiblemente sea nuestra Civilización de las menos preparada para el “Cierre por Liquidación” y tratamos, tan inútil como desesperadamente, de atrapar la inmortalidad por la vía de la acumulación. Torpeza tan humana como estéril: lo más importante es lo que nos llevemos con nosotros y lo que dejemos en los corazones de los que nos releven en la aventura de la vida. Al final todo se reduce a lo que dejo escrito el poeta chileno Pablo Neruda: “Confieso que he vivido”.
miércoles, 5 de octubre de 2011
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