Dice una placa metálica ovalada instalada en la Estación de RENFE de Sanlúcar la Mayor que: según la “Dirección General del Instituto Nacional Geográfico y Estadístico” ese lugar se encuentra exactamente a “145 metros sobre el nivel del Mediterráneo en Alicante”. Hermosa apreciación y merecedora de concederle algunas líneas en los “Toma de Horas”. Es frecuente en muchas Estaciones españolas de trenes este tipo de aclaraciones reflejadas en rotundas placas metalizadas. Ejemplos clarificadores de otras épocas con mediciones mucho más arcaicas pero llenas de rigor y costumbrismo. Posiblemente habrá -o debía haberla- una en la Estación de Zamora que nos aclare a cuantos metros se encuentra con relación a la Playa de la Victoria en Cádiz. En Sevilla existían algunos azulejos callejeros cargados de significación urbana y sentimental: “Hasta aquí llegaron las aguas en la riada de…..”. Quedan muy pocos, poquísimos, pues el modernismo, el falso modernismo, siempre consistió en arrasar con todo lo antiguo por considerarlo obsoleto y desfasado. Hoy han llenado las calles de placas doradas sin alma donde se anuncian Abogados; Agentes de la Propiedad Inmobiliaria; Médicos; Gestores; Diseñadores; Consultores Fiscales y/o Matrimoniales y toda una gama de profesionales que esperan ansiosos el, cada día más espaciado, ring… ring de los timbres de las puertas. Por eso aplaudo sin reservas que en la reciente remodelación de la Estación de Tren de Sanlúcar la Mayor hayan sabido conservar esa placa que relaciona campo y mar. Son historia viva de una época donde los campos se median por varas; los caminos por leguas; los mares por millas y, las relaciones humanas por sentimientos. Soñar el Mediterráneo alicantino mientras esperas la llegada de un tren de cercanías que te devuelva a Sevilla, se me aparece cargado de simbolismo. De niño, siempre absorto en mi capacidad de soñar, me preguntaba que si la Tierra era redonda y giraba sobre si misma como es que no se salía el agua de los mares y se diluía por el espacio. Mi abuelo Félix, socarrón y largo de filosofía mundana, me lo aclaró un día cuando me dijo: “Suele ocurrir así. Lo que pasa es que como el giro es continuo el agua por ejemplo que en una vuelta se le cae al Océano Atlántico vuelve a caer de nuevo sobre la Tierra. Pero ahora sobre el Mar Mediterráneo y luego ocurre al revés. De esta forma ninguno pierde su caudal”. Me dio “carrete” este añorado Maestro de Escuela, que tanto me enseñó y al que humanamente tanto le debo, pero a mí la explicación me pareció entonces convincente. El Mar –la Mar albertiana- siempre se nos ha aparecido nimbado con la aureola de la aventura y la ensoñación. Cuando alguien mira con los ojos del alma el horizonte marino nunca se resiste a cerrarlos, para soñar con lo que siempre nos reserva el “más allá”. Posiblemente nadie lo expresó nunca como Serrat: “Quizás porque mi niñez sigue jugando en tu playa / y escondido tras las cañas duerme mi primer amor / llevo tu luz y tu olor por donde quiera que vaya / y amontonado en tu arena guardo amor, juegos y penas….” Mediterráneo con su espuma blanca de encajes besando sus playas y olivareros aljarafeños vareando olivos para exprimirle el alma al aceite de su dieta: la mediterránea. Amaneceres luminosos marcados por la distancia y unidos por la luz diáfana y rotunda de las tierras y mares de España.
No hacia falta más: una placa ovalada en una Estación de Tren; un reguero de olivos que se pierde serpenteando por el horizonte y, un soñador de San Nicolás dispuesto a sacarle punta al lápiz de la vida y las cosas.
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