“Es la luz misma, la que abrió mis ojos
Toda ligera y tibia como un sueño,
Sosegada en colores delicados
Sobre las formas puras de las cosas”
- Luis Cernuda –
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Si algo define en todo su esplendor a esta Ciudad es su fugaz y efímero concepto de la luz. Amanecer, mediodía o atardecer como perfectos cómplices de sus tres variantes. La de los amaneceres es tenue y acariciadora, abriendo la cancela a la incógnita que supone gastar un nuevo día. La del mediodía ya se nos presenta abrasadora y tórrida como inequívoco preámbulo de los calurosos días venideros. Los atardeceres son radiantes y lentos, muriéndose dulcemente tras la cornisa del Aljarafe. La luz en Sevilla nace, reluce y muere (aparte de pagarla “generosamente” en Endesa) con todo su esplendor en el florido Mayo. Tres epicentros sentimentales tiene Sevilla para disfrutarla: mañanitas por los Jardines del Alcázar; mediodía por la Plaza del Salvador y, atardeceres por la de San Lorenzo. Luis Cernuda era un asiduo visitante del Alcázar (existe un testimonio gráfico de su presencia en sus jardines. Fotografiado por Juan Guerrero Ruiz en 1928) pues sabía a ciencia cierta donde perderse para encontrar el alma de la Ciudad. Siempre tendemos a invertir el orden natural de las cosas: buscamos la luz mirando al cielo cuando es este el que nos mira a nosotros proyectándonos sus resplandores. La luz otoñal sevillana es tenue, suave y de una palidez poética casi enfermiza. La del riguroso verano nos llega directamente exportada de los campos de trigo y la canícula africana -más que luz es fuego abrasador- resultando cegadora y esclavizante. La de Mayo apura lo mejor de los últimos días primaverales antes de que los romeros emprendan el camino de Pentecostés. Acaricia y duerme bajo su soniquete de jardín antiguo en la epidermis de nuestro cuerpo. Se produce una amorosa victoria de los sentidos propiciada desde la extrema belleza. Esta Ciudad fue hecha, sentimental y arquitectónicamente, para la luz y nunca para las sombras. Incluso sus callejas más estrechas siempre tienen un momento del día que se dejan besar por las luces furtivas. Cuando queremos rematar un compendio de elogios de alguna de nuestras bellísimas Dolorosas, siempre decimos que estaba ¡Radiante! Es decir: luminosamente guapa. Para que la noche no extienda sobre Ellas su oscuro manto de pena y sombras las rodeamos de velas y cirios encendidos en altares y tronos andantes. Sabemos que la oscuridad del alma conduce inevitablemente al pantanoso mundo de las tinieblas. Se lo dijo Pepe Marchena a su querida Isabelita en la habitación de la clínica donde apuraba sus últimas horas terrenales: “No me bajes la persiana Isabel que me queda mucho tiempo que estar a oscuras”. Apura Mayo sus últimos días a golpe de calendario. Nace cada día con su halo de luz y se muere cada tarde como un ascua encendida que se va difuminando por el horizonte aljarafeño. Los días por llegar ya serán escritos bajo el implacable decreto del Reino de las Calores.
Los fines de semana abandonaremos la Ciudad a su triste suerte de tierra candente. Recordaremos los días pasados –y sobre todo paseados- cuando andemos presurosos buscando el resguardo de los pocos árboles que han dejado todavía en pie. ¿Qué les pasa a nuestros políticos para estos avenates arboricidas? Queda todavía un “cominito” del mes de las flores como para no perdérselos en divagaciones.
Disfrutemos su luz aunque sea sorteando basura y veladores callejeros. Cuando Dios creó Mayo seguro que lo hizo para que los sevillanos no tuviéramos ninguna excusa para no perdernos por los vericuetos sentimentales de la Ciudad. Recordado mes con las Cruces de Mayo infantiles en el recuerdo. “Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar”, tenía usted razón, mucha razón, don Antonio (Machado).
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