miércoles, 2 de mayo de 2012

Venturas y desventuras del bueno de Arturito

Sus familiares y allegados más próximos lo conocían como Arturito. El servicio domestico (tres personas fijas y dos eventuales) de su santa, aristocrática y señorial Casa como “Señorito Arturo”. El mundo, sórdido y deslumbrante, de las interminables juergas nocturnas sevillanas compuesto por taxistas, prostitutas, crupier, camareros, músicos, humoristas, mujeres del guardarropa, limpiabotas, macarras, cantaores, tocaores y demás fauna, como Don Arturo. “Viña Blanca”; “Venta Marcelino”; “Vista Alegre” o “El Guajiro” como escenarios nocturnos de sus interminables correrías. Nos criamos en el mismo espacio urbano pero en habitáculos claramente diferenciados. La casa de Arturito tenía doce habitaciones; jardín interior; cochera y hasta capilla propia. La mía era un modesto cuarto en un “corral de vecinos” con un soberao de madera donde dormíamos mi hermano y yo. Con “la caló”, y a pesar de los desvelos de mi sacrificada madre, pululaban por allí chinches que habían conseguido por correspondencia -en la Academia CCC- la titulación de Karate. Mi madre iba cada martes y jueves a planchar a la señorial Casa de Arturito y, posteriormente, su señora madre lo dejaba que se viniera con la mía durante un par de horas a jugar con nosotros. Me consta, y así me lo ha confirmado varias veces a lo largo de los años, que para él representaba el momento mágico de cada semana (siempre le arrancaban alguna promesa a cambio de esta “popular” concesión infantil). Me lo llevaba a la Plaza de las Mercedarias a jugar a la lima; a piola o a destrozar un par de pelotas de trapo. Lo cuidaba, por expreso y riguroso encargo de mi madre, como si fuera de cristal. No fuera a pasarle nada al bueno de Arturito entre tanto cafre suelto. El “personal” lo miraba como un bicho raro y él trataba de acoplarse a nuestro –para él imposible- mundillo de golfillos potenciales. Siempre le profesó un gran afecto a mi madre y se lo demostró asistiendo el pasado octubre a su funeral. Era el menor de cinco hermanos y un auténtico “bala perdida” en el exquisito y selecto mundo de la aristocracia sevillana. Mientras que sus hermanos mayores progresaban en los estudios para, el día de mañana, ser empresarios receptores de los EREs socialistas, Arturito era expulsado de cuantos Colegios Mayores tenían la desgracia de admitirlo. Para intentar regenerarlo lo mandaron a un internado en Ronda, creado para los jóvenes díscolos de la emergente burguesía. Al final, con los años, lo dejaron por imposible intentando, eso si, que sus “aventuras” nocturnas fueran convenientemente reconducidas. Era una “oveja negra” pero, en definitiva, miembro de su rebaño. Leí hace ya algunos años en la prensa local que Arturito había contraído matrimonio con una señorita cordobesa de alta alcurnia. Al parecer tan poco agraciada y cortita de luces como larga en millones heredados (un “braguetazo” al Arturito modo). El amigo de correrías juveniles de Arturito terminó despeñándose en un pueblecito costero de La Coruña (¿o se escribe A Coruña?). La prensa rosa, y los buitres carroñeros de Five TV, lo acorralaron y despedazaron hasta conseguir, después de despedirse por teléfono de Arturito, que se tirara con su BMW por un acantilado. Lo veo con cierta frecuencia por el Centro de la Ciudad y siempre me saluda con un indisimulado afecto. Está viejo, victima de los estragos del JB (y algunas cosas que recordar ni quiero ni me importan) pero el “cabrón” no pierde su porte aristocrático. Tenemos una cita ineludible cada tarde de Jueves Santo en los preámbulos, gozosos y llenos de nerviosera, de nuestra salida penitencial. Nos abrazamos efusivamente y debo reconocer que le sienta la túnica de ruán mejor que a ninguno de nosotros. ¡Aquel trueno vestido de nazareno!, que escribió Machado. Su hermana, la única hembra de su camada, se metió a monja y está en el Convento de las Clarisas de Tudela. Era la confidente de las correrías de Arturito y pensó que puestos a servir, mejor hacerlo con Dios que con el Diablo. Cuando veo a Arturito a lo lejos ponerse el antifaz y entrelazar en su mano un rosario que perteneció a su señora madre, comprendo que la vida no es más que un conjunto de círculos concéntricos. Al final, no nos engañemos, todos terminamos cargando –y paseando- nuestra cruz por las calles de la Ciudad. Nadie lo dijo nunca mejor que Él: “No juzguéis y no seréis juzgados”.

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