viernes, 6 de julio de 2012

Herido por el Tirititran


Cuando miró su reloj de pulsera este le concretó que era un lunes 18 de junio del 2012. Era un gaditano con ya 93 años gastados y vividos. Sentado en su mecedora veía, a través de la amplia cristalera del salón, como la tarde se resistía a dejarle paso a la noche. Era uno de esos bellos atardeceres en Puerto Rico que se impregnan con las pinceladas de la paleta del Dios Padre. En el patio de un colegio cercano las hojas secas, huérfanas a esa hora de pisadas infantiles, crujían con el soniquete de la brisa de la cercana playa. En su mano derecha sostenía un releído ejemplar de Rafael Alberti (“Canto de siempre” de la magnifica colección “Selecciones Austral” de Espasa-Calpe). En el equipo de música, regalo de uno de sus nietos, sonaba La Primavera de “Las Cuatro Estaciones” de Antonio Vivaldi. En la mano izquierda sostenía unas lentes metálicas, apoyo ocular imprescindible para una vista cansada por tantas lecturas gozadas y tantas cosas vistas desde el placer o la tragedia. Las piernas apenas le servían ya para sostenerle, y las horas hogareñas las distribuía entre su mecedora y su cama. Dorotea, una hermosísima mulata, venia cada mañana a atenderlo en lo que el sarcásticamente llamaba:”levantamiento de cadáver”. Pasaban juntos las primeras horas de cada mañana y con distintos pero compartidos disfrutes: Ella, disfrutaba escuchando embelesada las historias que él le contaba de la Madre Patria. Él, lo hacía contemplando en silencio su rotunda belleza –recordando tiempos mejores- mientras la veía faenar por los cuatro puntos cardinales de la casa. Llegaron dos de sus nietos con algunos amigos para ver algo más tarde en una sala contigua un partido de la Selección Española (según le dijeron era de la Eurocopa). España, España, España…este nombre le golpeó en las sienes como un mazazo sentimental. Hacia ya tantos años de su partida que, a pesar de su buen estado mental, intentar recordarla le suponía un tremendo esfuerzo. Fue un 28 de marzo de 1939 cuando, tan solo con veinte años de edad, embarcó en el puerto de Alicante en el “Stanbrook”. Era el máximo responsable en la provincia de Cádiz de las Juventudes Socialistas y don Gonzalo puso precio a su cabeza. Luego un largo, muy largo, peregrinar por Argelia, Argentina, México y, finalmente, Puerto Rico. Dotado con un gran talento y una hábil perspicacia para el mundo empresarial, poco a poco fue labrándose un más que brillante porvenir. Pudo ir reclutando a sus familiares más cercanos y ya, con el paso de los años, todos terminaron considerando que Puerto Rico sería, definitivamente, su Patria adoptiva. Pero hoy se le ha venido encima por entero la “Tacita de Plata” de su infancia y primera juventud. Sus paseos infantiles por la Plaza de San Juan de Dios, cogido de la mano de su abuela Rosario comiéndose un currusquillo de canela. Sus baños juveniles en la Playa de la Caleta cuando los cuerpos eran tan firmes como las ilusiones. Noches mágicas de Carnaval acompañado de sus padres y hermanos (seis descendientes de la mejor cepa gaditana). ¡Tantas cosas perdidas por las trágicas circunstancias! Cerró los ojos y notó como estos se le humedecían a la par que en la sala contigua la gente joven gritaba ¡Goool! Nunca quiso volver a Cádiz y nunca pudo olvidarla sentimentalmente. Atrapado por la memoria sentimental, y sin poder explicarse la razón, empezó a tatarear por lo bajini un Tirititran...Tran…Tran…

  Una lágrima furtiva le rodó por la mejilla y al llegar a sus labios notó el sabor del agua salada de la Playa de la Victoria.

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