miércoles, 18 de julio de 2012

Locos por el Cine…de Verano


Tú, caída,
Tú, derribada,
Tú,
la mejor de las ciudades
- Rafael Alberti –

Sevilla siempre ha sido –y lo sigue siendo- una Ciudad tremendamente cinéfila. Durante los meses de verano eran numerosísimos los Cines de Verano instalados por sus cuatro puntos cardinales. Existían dos funciones diarias denominadas la “Primera” y la “Segunda”. Cada Barrio competía en exorno, selecta nevería, ambiente y programación de su/s Cines/s con los ubicados en las otras zonas de la Ciudad y, todo al aire libre y bajo un manto de estrellas. En esta Ciudad, en aras de un falso modernismo, todo está sujeto al implacable dominio de la piqueta (se elimina todo exceptuando, claro está, a la poca vergüenza). Los Cines de Verano, cual fichas de dominó, fueron cayendo de uno en uno y de dos en dos. Hoy son ya retazos sentimentales en el recuerdo de una Ciudad que ha conseguido que no la conozca “ni la mare que la parió”. Hoy, en un ejercicio de irracionalidad, pasamos el verano asándonos como sardinas para “ligar bronce” o recluidos en viviendas recicladas en cámaras frigoríficas. Los veranos de mi niñez están sentimentalmente atados a los Cines de Verano. Varios eran los que se montaban en mi espacio urbano más cercano: “San Leandro”; “Santa Catalina”; “Tivoli”; “Bosque”; “Oriente” y, fundamentalmente, los del Prado de San Sebastián. De estos últimos mi tío Víctor llevaba el mantenimiento eléctrico y, con los pases que le daban, íbamos los dos casi a diario. Se fue cimentando en mí una afición –la cinéfila- que con el paso de los años no ha hecho más que aumentar. Me gusta el Cine más que comer con los dedos (si no existiera el Flamenco sería mi primera afición). Curiosamente, y a pesar de los años transcurridos, tengo una memoria fotográfica del exterior e interior de los Cines de Verano de mi entorno. Los recuerdo con una nitidez que incluye a la inevitable salamanquesa de su blanco y enorme telón. El ruido monocorde de la gente comiendo pipas de manera compulsiva y el comienzo de la magia cuando se apagaban las luces (se quedaban encendidas las de colores que a modo de enredaderas se colocaban en los árboles. Aunque nadie se lo crea entonces Sevilla tenía ¡árboles por todas partes!). Podías ir en compañía de tus padres, hermanos y abuela. Con un amigo cómplice de secretos y diabluras compartidas o con un incipiente romance de grana y oro. Los Cines de Verano abrían sus puertas para que los sevillanos los tomaran al asalto en todas sus posibles variantes. Allí estaban para hacernos soñar el Séptimo de Caballería. Robín de los Bosques. Tarzán de los monos. Jefes apaches con más plumas que….dejémoslo ahí. James Bond soplando su humeante pistola, y toda una gama de estrellas del celuloide que conseguían que olvidáramos durante un par de horas el molesto ruido de las tripas. Pero un buen día alguien llego a la conclusión de que los Cines de Verano estaban ya obsoletos y absorbidos por la “modernidad” (aparte, claro está, de especular con les terrenos donde se instalaban. ¡Todo por la pasta!). Los fueron quitando de manera inmisericorde y se les privó al verano sevillano de uno de sus mayores y mejores activos. Cada día nos comentan sesudos personajes de la Ciencia, la Cultura y la Política que debemos tender a la sociabilidad y, cada día, nos empujan a la “cueva” donde solo quieren que salgamos para trabajar (los pocos que aún lo hacen en Sevilla); consumir y/o….votar. Bendita locura la de muchos cinéfilos sevillanos, cimentada entre puestos de higos chumbos; damas de noche; miradas furtivas de jóvenes enamorados y duelos de espadachines.

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