“La única batalla que
un
hombre de bien
no
puede permitir perderse
es
la que libra contra
su
propia conciencia”
El Centro de nuestra Ciudad está
literalmente lleno de personas pidiéndonos por caridad alguna monedilla suelta.
No hay capilla o iglesia que no tenga su indigente de “guardia”. La Basílica del Señor, San
Lorenzo, la Capillita
de San José, Santa Rosalía, San Nicolás o inclusive la Librería San Pablo en la calle
Sierpes tienen a su indigente de “plantilla”.
Son sitios que frecuento casi a diario y uno llega a familiarizarse con
estas personas. En la puerta de la “Casa del Hijo de Dios” hay una señora
rumana que acude a pedir todos los días en bicicleta. Tiene en el interior del
Templo un cartel apoyado en una silla de tijeras que nos explica su penosa
situación familiar. En el pórtico de San Lorenzo pide una muchacha rumana muy
joven y con unas carencias dentales que son un claro exponente de cómo la ha
tratado la vida. En la de Santa Rosalía
se pone a pedir un barbudo señor mayor que se me representa una replica de don
Ramón María del Valle-Inclán. En la
puerta trasera de San Nicolás de Bari (la única que siempre está abierta) se
pone a pedir Cristóbal, persona oriunda del bonito pueblo gaditano de Olvera. Este
educado buen hombre siempre está escuchando la radio y si alguien quiere estar
bien informado de la realidad que nos oprime no tiene más que preguntarle. En
la puerta de la Librería San
Pablo pide una rumana con una falda coloreada y con lentejuelas que le llega
hasta los tobillos. Tiene siempre un pañuelo en la cabeza y está
más tiempo sentada que la
Virgen de los Reyes. Quien
pide -¿o pedía?- en la
Capillita de San José se merece un “Toma de Horas” para él
solo. Un proyecto de artista flamenco
caído muy joven en las garras del infortunio.
Nunca me gustó abrir puertas que sus propietarios quieren que
permanezcan cerradas. Cada uno es dueño
de su vida y la conveniencia de exponerla a los demás siempre será cosa
suya. Estas personas que he citado tienen
un denominador común: su esmerada educación. Nunca abordan a nadie ni sacan a
relucir sus penalidades. Por encima de
nacionalidades o procedencias tienen algo que los corporativiza: son los restos
del naufragio. No se –ni me importa- el destino
último que darán a las monedillas que les damos. Piden, como pasó siempre, en las puertas de
las iglesias. Lo hacen por “el Amor de
Dios” y que nadie dude que nosotros, al darle alguna monedilla, recibimos más
de lo que damos. Es la pobreza más extrema fruto de las circunstancias sociales
o personales de cada ser humano. La Crisis (¿cuándo
desaparecerá esta maldita palabra de nuestras vidas?) ha propiciado que muchas
personas bajen el último peldaño de la escalera que conduce a la pobreza más
extrema. Seamos solidarios con ellos y
no nos escudemos en el manido discurso de que piden para drogas y alcohol. En su dura existencia son personas subidas en
el tren del infortunio. Tienen nombres
como nosotros y a veces un afectuoso saludo les hace comprender que no todo
está perdido. Piden, como hicieron siempre, por el “Amor de
Dios” y a Él no podemos ni debemos fallarle.
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