domingo, 26 de octubre de 2014

La senda del afecto





Reconozco no formar parte de ese grupo de personas que se dedican a hacer  permanentemente balance de los muchos años vividos.  Es verdad que muy de tarde en tarde suelo abrir el “baúl de mis recuerdos” y mirar, fundamentalmente, cuanto de bueno encuentro en su interior. Me interesa prioritariamente los años que me queden por consumir. Los ya vividos con sus cosas buenas y sus cosas malas son inamovibles. En definitiva: vivir es aprender cada día para poder seguir viviendo. Creo que a eso le suelen llamar madurez o experiencia.  A nivel afectivo he llegado a concretar mi vida en tres grandes grupos. Primero, aquellas personas que me han dejado huella a través del afecto. Segundo, las que por su insustancialidad me resultaron totalmente indiferentes. Tercero, aquellas que acorde con su dañino perfil y espurio comportamiento están fuera de mi corazón y de mi memoria.  No hay más pero tampoco menos. Te varían las circunstancias personales o de ubicación y vas dejando de ver a personas que te aprecian y aprecias. Otras se fueron victimas irrecuperables de la batalla de la vida.  Es ley de vida y contra ella poco o nada puede hacerse.  Notar, cuando te encuentras por la calle a personas queridas -que ya no ves con frecuencia- la alegría que les produce tu presencia es algo ciertamente motivador.  Que te salude el hijo de un amigo, al que dejaste de ver siendo un niño, y te recuerde perfectamente –y además con afecto- es algo muy gratificante.  Cuando caminas por la senda del cariño portando en la mochila grandes dosis de bondad y solidaridad todas las cosas cobran sentido.  El afecto compartido es el mejor –y posiblemente el único- antídoto que tienen los humanos para luchar contra el fantasma de la desesperanza.  El ejercicio de vivir es duro y complejo por su propio desarrollo y naturaleza.  Nadie está libre de haber sufrido sinsabores y engaños pero siempre tendremos la contrapartida del afecto compartido. Somos humanos no solo por pensar sino también por sentir.  Fabricantes de sueños colgados, en noches eternas, en la media luna de otoño.

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