La Penélope de Serrat estaba sentada en un banco en el andén, esperando que pasara el primer tren, con su bolso de piel marrón y meneando el abanico. Ellos permanecen sentados los cuatro –justos los que caben en el banco- con sus variopintos sombreros (mascotas), sus bastones incrustados en posición de firmes entre sus piernas, repletos de recuerdos y saturados de vivencias terrenales. No esperan como Penélope que les llegue el amor por las lindes de los raíles, sino más bien que la Estación les haga sentirse libres por unas horas y, saberse seguros de que ya no van ni vienen de ninguna parte. Los veo invariablemente cada martes en el andén de la Estación de Dos Hermanas. Hablan poco, cuando no permanecen en completo silencio, contemplando el trasiego de gentes que suben y bajan de trenes que los llevan a sus tareas cotidianas. Dispongo de unos quince minutos para observar a estos veteranos observadores de nuestra compulsiva vida. ¿Qué les lleva allí cada día de la semana? ¿Cuál es la causa de que renuncien a plazas, jardines y partidas de dominó en centros de la Tercera Edad, por el literario y sentimental sabor de las estaciones de trenes? ¿Qué les atrae en definitiva por aquellos lares? Sinceramente no lo se, aunque posiblemente ni ellos mismos lo sepan si se les preguntase. Hay convocatorias que nacen de nuestros impulsos sentimentales y, que escapan –afortunadamente- al estrecho marco de la racionalidad. Pertenecen a una generación tremendamente sufridora y, donde seguro que cualquiera de ellos, ya ayudaba al mantenimiento de su casa desde su temprana infancia. Sufrieron en sus carnes los zarpazos de una cruenta Guerra Civil y una larga posguerra de hambre, privaciones y una durísima lucha por la supervivencia en el día a día. Insisto, las estaciones de trenes representan una de las cimas sentimentales de la vida y la literatura. Sueños que viajan en trenes de largo recorrido buscando nuevos horizontes o escapando del desamor, la miseria y la irracionalidad de los “humanos”.
Está en la sala familiar, sombría,
y entre nosotros, el querido hermano
que en el sueño infantil de un claro día
vimos partir hacia un país lejano. (A.Machado)
Allí los veo cada martes y me enternezco con su estampa propia de un cuadro de Sorolla. Impasibles y dignos ante la barbarie que nos rodea. Seguramente los trenes los retrotraigan a aquellos que cogieron sus hijos para emigrar a Alemania, Bélgica o Cataluña. Estaciones donde despidieron a sus nietos buscando un futuro que aquí se les negaba. Saben ya –definitivamente- que la vida la marca el reloj del tiempo de los sentimientos con sus minutos de gozo y pena. Poseen, que no es poco, la capacidad de disfrutar del sosiego y la templanza que les proporcionan los días y las horas empleados a su libre albedrío. El Tiempo en sus manos. Deseo fervientemente, que cuando rompan cada día este mágico ritual de encuentros en estaciones de trenes, les esperen en sus casas la ternura y la comprensión que se han ganado a pulso. Son ya una generación en vías de extinción, y que nos reconcilian con lo mejor que pueda haber en cada uno de nosotros. Ojala a su vuelta hogareña no les aguarde la soledad o el despotismo de hijos y nietos. Posiblemente ya sean pocos los trenes que verán partir y llegar. Lo importante es, que si alguna vez están vacíos los bancos de los andenes, los imaginemos allí eternamente silenciosos y cómplices.
Acordarnos de sus comentarios que iban directamente al meollo de las cuestiones (ayer cuando pase junto a ellos, uno comentaba sentencioso: “vaya la que está liando el Zapatero de los cojones”). Ellos son así, viven sin posibles atajos, ni escondidos tras las mentiras camufladas en las esquinas de acero. Los consideramos caducos y trasnochados y hoy lo estamos pagando muy caro.
Allí seguirán –así lo espero y deseo- cada martes con sus mascotas y sus bastones erguidos hacia el cielo. Dignos y conciliadores. Sabios y filosóficos. Nobles y espartanos. Gente del ayer, del hoy y del mañana que cargaron sobre sus espaldas el saco de la decencia, el sacrificio y el esfuerzo. Titanes de luz y sombra que supieron “tirar palante” contra viento y marea. Son en definitiva, el ultimo reducto sentimental de las Estaciones de trenes de los pueblos de España. Ojala tarden mucho todavía en subirse al tren de los que ya nunca retornan.
Está en la sala familiar, sombría,
y entre nosotros, el querido hermano
que en el sueño infantil de un claro día
vimos partir hacia un país lejano. (A.Machado)
Allí los veo cada martes y me enternezco con su estampa propia de un cuadro de Sorolla. Impasibles y dignos ante la barbarie que nos rodea. Seguramente los trenes los retrotraigan a aquellos que cogieron sus hijos para emigrar a Alemania, Bélgica o Cataluña. Estaciones donde despidieron a sus nietos buscando un futuro que aquí se les negaba. Saben ya –definitivamente- que la vida la marca el reloj del tiempo de los sentimientos con sus minutos de gozo y pena. Poseen, que no es poco, la capacidad de disfrutar del sosiego y la templanza que les proporcionan los días y las horas empleados a su libre albedrío. El Tiempo en sus manos. Deseo fervientemente, que cuando rompan cada día este mágico ritual de encuentros en estaciones de trenes, les esperen en sus casas la ternura y la comprensión que se han ganado a pulso. Son ya una generación en vías de extinción, y que nos reconcilian con lo mejor que pueda haber en cada uno de nosotros. Ojala a su vuelta hogareña no les aguarde la soledad o el despotismo de hijos y nietos. Posiblemente ya sean pocos los trenes que verán partir y llegar. Lo importante es, que si alguna vez están vacíos los bancos de los andenes, los imaginemos allí eternamente silenciosos y cómplices.
Acordarnos de sus comentarios que iban directamente al meollo de las cuestiones (ayer cuando pase junto a ellos, uno comentaba sentencioso: “vaya la que está liando el Zapatero de los cojones”). Ellos son así, viven sin posibles atajos, ni escondidos tras las mentiras camufladas en las esquinas de acero. Los consideramos caducos y trasnochados y hoy lo estamos pagando muy caro.
Allí seguirán –así lo espero y deseo- cada martes con sus mascotas y sus bastones erguidos hacia el cielo. Dignos y conciliadores. Sabios y filosóficos. Nobles y espartanos. Gente del ayer, del hoy y del mañana que cargaron sobre sus espaldas el saco de la decencia, el sacrificio y el esfuerzo. Titanes de luz y sombra que supieron “tirar palante” contra viento y marea. Son en definitiva, el ultimo reducto sentimental de las Estaciones de trenes de los pueblos de España. Ojala tarden mucho todavía en subirse al tren de los que ya nunca retornan.
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