viernes, 11 de junio de 2010

Fumata blanca



A la memoria de don Cristóbal Colón que se trajo para Europa las hojas del fumeque.

El próximo uno de enero, y en el supuesto de que nuestro Gobierno no cambie de opinión (algo a lo que nos tiene tan acostumbrados), se prohibirá fumar en cualquier establecimiento público. Los fumadores tendrán que ejercer sus hábitos nicotineros bien en la vía pública o en sus ámbitos privados. El triangulo de la felicidad compuesto por café, copa y puro, quedará reducido a los dos primeros componentes. Así lo ha confirmado doña Trinidad Jiménez (por cierto de lo poquito que se salva del actual equipo de Gobierno) y, el consenso parlamentario, parece más que asegurado. A los fumadores les quedará el consuelo de los espacios públicos en abierto. Se fumarán uno tras otro esos cigarrillos compulsivos, cuando observan que pasan los minutos, y el equipo de sus amores no marca ni de carambola. Esos vegueros maestrantes saboreados con templanza, mientras se deleitan con el capote de Morante de la Puebla. Por cierto: ¡que portento de torero! Aquí, para no perder la costumbre, el tema de la prohibición del fumeque se hizo mal desde primera hora. Se le dio carta abierta a los pequeños establecimientos (bares y cafeterías) y, se prohibió el smoking a restaurantes, salvo que habilitaran una zona para tal menester. Evidentemente esta remodelación les supuso una fuerte inversión y a la postre (nunca mejor dicho) ha resultado mucho el dinero tirado a la basura. Al final nuestro Ministerio de Sanidad se dio cuenta que, las medidas a medias tintas, siempre dejan los problemas a medio resolver. Otros países ya hace tiempo que nos tomaron la delantera –como siempre- y aplicaron la normativa en toda su extensión posible: quien quiera fumar que lo haga en la calle o en su casa (que no estén tranquilos en sus habitáculos los fumadores, no vaya a ser que los denuncie su suegra “carca” o su niña “progre”. Tiempo al tiempo). Quiero pensar que dado nuestro interés morboso hacia lo prohibido, no nos vaya a ocurrir como en el Chicago de la Ley Seca, que bebían alcohol hasta las estatuas.


Nunca he fumado en toda mi vida, aunque reconozco que entraría por pleno derecho en la figura de lo que se llama clínicamente “un fumador pasivo”. Mi abuelo y mi padre eran fumadores compulsivos, y ambos cruzaron la frontera de los 90 años de edad sin dejar de encender varios pitillos al día. Si a esto le añadimos que la “vivienda” que disponíamos era más bien pequeña, ya me dirán cuantos de esos cigarrillos iban a parar a mis infantiles y juveniles pulmones. Luego siempre he trabajado con gente que eran fumadores empedernidos. Reuniones clandestinas, políticas y sindicales, en sitios cerrados donde el humo formaba parte inseparable del entorno. Después he comprobado a lo largo de los años que mis amigos reunían –y reúnen- dos elementos comunes: son invariablemente sevillistas y grandes y excelsos fumadores (posiblemente como no existe regla sin excepción, esta existe parcialmente en Miguel Ángel Fernández: fuma como un carretero pero al menos es bético como un servidor). En nuestras queridas y gozosas tertulias culinarias los veo fumar antes, durante y después de las comidas. Como aficionado al Séptimo Arte siempre me cautivó la inseparable vinculación del tabaco (más bien de su humo) con el mismo. Fumaban glamurosas las bellísimas mujeres fatales, y se insinuaban plantando en el careto del galán una sensual bocanada de humo.

Los malos de solemnidad (feos por naturaleza) fumaban placidamente mientras disfrutaban de sus perversos planes. Los buenos (guapos y justicieros) solo le pegaban un par de caladas al recién encendido cigarrillo. Luego lo estampaban en el suelo mediante un circular pisotón, y sin más demora a hacer justicia y conquistar chicas guapas por esos mares de Dios. Pero, permítanme un inciso, nadie ha fumado en el Cine como Orson Welles; Charles Laughton; Marlene Dietrich o nuestra sin par Saritísima (hoy consentido juguete en manos de ruines basureros catódicos).

Por tanto, queridos amigos fumadores, lamento que vosotros no podáis fumar en recintos cerrados, mientras que yo perderé mi antigüedad como fumador pasivo. Ahora ya os podéis imaginar como las pasaba Drácula con las ristras de ajo de los co…. y los crucifijos de marras (por cierto habría que dejar los crucifijos colgados en la paredes de las escuelas, aunque solo fuera para detectar a pequeños draculinos entre el alumnado). Pero quedaos tranquilos que mientras el Príncipe de las Tinieblas no podía ver el sol ni en un cuadro, a vosotros –y a mí- nos quedan días de sol para dar y tomar. Lo dicho: café, copa y…… ¡sin puro!

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