En Sevilla los acontecimientos singulares, es decir aquellos que nos atan amorosamente con nuestras tradiciones más nobles, nunca se racionalizan en la ecuación espacio-tiempo. O bien los percibimos lejos, muy lejos; o por el contrario nos encontramos con ellos dentro de los límites más cercanos. Han pasado tan solo algo más de dos meses desde el pasado 15 de Agosto y lo situamos como algo tremendamente lejano en el tiempo. Aquel día, un año más, salió la Virgen de los Reyes despaciosamente por la Puerta de Palos (en Sevilla todo lo bello e imperecedero se mueve al compás del temple) mientras el silencio del pueblo solo era interrumpido por el repicar de las campanas del Convento y la Giralda. Hermoso momento mañanero agosteño de los que se quedan prendidos con broches de alamares en los confines del alma. Ese día, tan singularmente sevillano, cada año se retroalimenta en positivo y gana en cantidad (multitud) y calidad (añeja sevillanía). No hubo vallas ni falta que hacía cuando las pusieron en años anteriores. La vi salir, como cada año, por los aledaños del Palacio Arzobispal y me despedí de Ella desde la escalinata que forma esquina con el Archivo de Indias. “Hasta el año que vienes si Tú quieres”, le digo entre dientes. El sol de la mañana consigue que cada 15 de Agosto Ella se renueve. Paralelamente se renuevan nuestras ilusiones por poder contemplarla un año más en la calle. Todo parece repetitivo y nada más lejos de la realidad. La Virgen se hace ese día más Madre sevillana que nunca y nosotros nos redimimos, ahítos de mentiras y falsedades, como hijos pródigos buscando el Paraíso de la niñez. Termina Octubre dentro de muy pocas horas y se nos aparecen nuestros difuntos con sus almas flotando por la Capilla Real. Visitar estos días con tintes otoñales a la Virgen de los Reyes en su Casa, huérfana de rayos de sol pero nimbada con la aureola de la dulzura materna, se nos hace algo casi de obligado cumplimiento. Dos imágenes existen en Sevilla a las que puedo –se puede- permanecer contemplándolas sin tener que bajarles la mirada: El Señor de la Pasión y la Virgen de los Reyes. Desprenden sosiego y nos atrapan. Él, desde la mansedumbre nada servil del que sabe llevar su Cruz con dignidad y resignación….”Ven y sígueme”. Ella, con una media sonrisa bonachona de madre fernandina complaciente, siempre dispuesta a perdonar nuestros deslices. Mirar al Señor de Sevilla duele en la rotunda redundancia de su dolor. No quiere resignarse con lo que a Él le está pasando y, mucho menos, con lo malo que pueda pasarnos a nosotros. La Macarena te ruboriza prendado ante belleza dolorida tan sevillana. Mi Candelaria me seduce y me impulsa a visitas cortas por lo vericuetos sentimentales de San Nicolás. Entro y salgo raudo temiendo encontrarme con el niño que un día fui y que este ya no me reconozca. Al final todo se reducía a eso: buscar en las imágenes lo que fuiste, lo que eres y lo que serás mañana. La gran tragedia del ser humano siempre consistió en enredar el ovillo de la vida. Negarse, en definitiva, a escuchar las campanas del alba.
viernes, 28 de octubre de 2011
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1 comentario:
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Y, posiblemente, querido Juan Luis, su razón para vivir, el empeño en desenredarlo. Es curioso. He hecho una entrada en mi blog sobre campanilleros, éste, sobre campanas, casualidades de la vida. Mi admiración, José Luis Tirado Fernández.
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