miércoles, 23 de noviembre de 2011

La verdina en la azotea

De niño, cada vez que subía con mi madre para ayudarla a tender la ropa, me llamaba poderosamente la atención la cantidad, la enorme cantidad, de verdina que había tanto en el pretil de la azotea como en las tejas por donde al agua buscaba deslizarse suavemente hasta morir en el patio. La caída libre de la lluvia terminaba en aquello que se conocía en mi “Corral de vecinos” como el “Primer Patio”. La verdina en los lluviosos días del Otoño alcanzaba unas proporciones desmesuradas. Una replica del Amazonas en plena calle “Condibarra”. Los gatos las pasaban canutas en sus sigilosos deslizamientos nocturnos y más de uno agotó las siete vidas con que le dotó la Madre Naturaleza. Como me empinaba para ver aquella maleza verde y espesa, mi madre me lo recriminaba con un contradictorio: “Hasta que no te caigas no vas a pará”. Evidentemente si me caía seguro que ya paraba (al menos el tiempo que estuviera escayolado). A pesar de los años, los ya muchos años transcurridos, recuerdo la azotea y sus aledaños con una absoluta nitidez. Su pórtico era una vieja puerta de madera que se atrancaba los días de viento y lluvia para que no diera portazos. Detrás de la misma mi “colega” de entonces, Federico Liaño, puso un póster del “Dúo Dinámico”. La azotea para nosotros –los niños de las “sandalias de goma”- significaba la libertad y el poder “fabricarnos” un mundo intimo de pequeñas transgresiones (tan “duras” como darle la primera calada a un “Bisonte”). La panorámica que se divisaba desde allí era lo que hoy llamaríamos “en tres dimensiones”. El frontal daba al Patio donde en el centro figuraba un pilón rodeado de latas viejas con pequeñas e incipientes flores de todos los colores. Una piletilla a la derecha y una serie de mujeres lavando en enormes lebrillos, sin más ayuda que un refregaor de madera y un trozo de jabón verde. La parte derecha de la azotea daba a la calle con su enorme trasiego de viandantes y el trajín de “Rocinantes” de bajo pedigrí transportando y vendiendo toda clase de mercancías (los coches entonces dormían el sueño de los….ricos). Afilaores de cuchillos y tijeras tocando su flauta para, cual “Flautista de Hamelín”, atraer a las mujeres del vecindario. En la izquierda había una alta pared para que soñaramos que detrás de la misma nos esperaba un ilusionante futuro…”Ahí está la pared que separa tu vida y la mía”. Lo realmente curioso es que con lo que representaba para nosotros la azotea –fundamentalmente en las estrelladas noches veraniegas- cada vez que la recuerdo siempre veo a mi madre tendiendo con una canasta de mimbre llena de ropas, y con varios alfileres de palo en la boca. Mientras, yo me entretenía en comprobar cuanto había aumentado de tamaño la verdina de las tejas (síntoma inequívoco de que lo verde lo traía ya en la masa de la sangre). Ayudar a mi madre a tender consistía en ayudarla a subir la canasta con la ropa recién lavada que, por cierto, pesaba más que una cuñada soltera en un Cotillón de Fin de Año. Mi recuerdo se engrandece con la voz de mi madre –se cantiñeaba bastante bien- cantando coplas por lo bajini….”Madrina, por fuera jardín de rosa, por dentro zarza de espina, Madrina…”. Al final todo cobra sentido en la rima:


Mi madre, mientras tendía,
Siempre cantaba “Madrina”;
Mi niñez, se entretenía,
Viendo crecer la verdina.

Marinerito sin brea
Ropa blanca sin soleo
¡Y niño sin azotea!

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