lunes, 28 de noviembre de 2011

Tiempo de silencio



Sin ningún género de dudas mi madre y mi abuela paterna han sido las dos mujeres que más han influido en mi configuración –todavía, afortunadamente, en ciernes- como hombre y, lo que es más importante, en la elaboración de mi actual credo personal. Eran vitalistas y socarronas, pero ambas, pienso que por distintos motivos, desprendían un dejillo que presagiaba un cierto pozo de amargura. La familia de mi Abuela Teresa (según investigaciones de mi primo Víctor Franco de Baux y Fernández, Asesor Histórico de Sotheby´s) desde 1757 siempre vivieron en los aledaños del Sagrario; el Salvador; San Isidoro; San Bartolomé o San Nicolás. Partidas bautismales, de casamientos o de defunciones así lo certifican sin ambages. Mi madre nació en Pilas y sus padres procedían de Carmona. Eran por tanto mujeres de diferentes generaciones; diferentes contextos urbanos y/o sociales y, aparte de una muy buena relación suegra-nuera, estaban unidas por la terrible resaca de la Guerra Civil española. Siempre de niño me pareció que ambas guardaban –por separado- un terrible secreto que las hacia vivir atrapadas por el miedo a la resurrección de la barbarie. Posiblemente mi febril imaginación infantil fuera más allá en mis apreciaciones, confundiendo en el horizonte el mar con el cielo. Las cosas pasadas siempre están –o estuvieron- en parte filtradas por la ensoñación de la niñez, y al desvirtuarlas no hacemos más que darle sentido a la Literatura. Ambas quedan, eso si, configuradas en mi memoria sentimental como dos grandísimas luchadoras por la supervivencia. Mi abuela Teresa se quedó viuda con siete hijos y cuando falleció rondando los noventa años de edad solo le vivían tres: mi tío Víctor; mi tía Carmela y mi padre. Las pasó canutas para solventar con esta “tropa” la supervivencia de cada nuevo día que el alba le “regalaba”. Mi madre, cuando pasé de la niñez a la adolescencia, me aclaró los estragos que causaron en su familia la terrible Guerra Civil. Todo, justo es reconocerlo, sin insuflarme ni un centímetro de acritud hacia nada ni hacia nadie. Llegó a Sevilla sola y con veinte años de edad. No traía más compañía que una maleta de cartón asida en la mano derecha y, a su hermana –mi tía Pepa- de catorce años cogida con la izquierda. Venía a “servir” a una Casa-Bien de la calle Conde de Ybarra (allí conoció a mi padre y se hicieron novios). Ella, que era hija de un Maestro con Escuela propia y nieta de un Médico. ¡Por Dios que nadie ose decir que con la Crisis estamos pasando los peores momentos de nuestra Historia! Me vienen todas estas elucubraciones de “majareta” sentimental después de leer una vez más “Tiempo de Silencio” de Luís Martín Santos. La primera vez que leí esta novela tenía veinte años y me la prestó un Alférez de Complemento en Ceuta (entonces la versión que circulaba tenía varias páginas censuradas). Desde entonces la leo cada cierto tiempo, y tengo la impresión de que esta excelente obra siempre formará parte de mi memoria sentimental. En este país hubo una época –no debíamos olvidarlo- donde los sonidos del silencio estaban compuestos del miedo y la pena de nuestras sacrificadas abuelas y madres. “Tiempo de silencio” alterado muchas veces por el chirriar de los cerrojos carcelarios. ¿Hoy peor que nunca? Vosotros mismos.

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