Llegaron a Carmona un diez de noviembre del Año del Señor de 1248. Eran una avanzadilla compuesta por catorce o quince leoneses similar en número a los famosos caños de la no menos famosa fuente de la Villa. Los había enviado el Rey Fernando III con la misión de “tantear el terreno” en los proximidades de la Ciudad. Debían observar, escudriñar y volverse para informar al Monarca de cuanto habían visto y oído. Ya estaba más que programado el asalto de la Morería sevillana por las huestes cristianas. Se rodearía la Ciudad a través de un perfecto círculo con el noble propósito de cambiar la media luna por la cruz. Por mar, y a través del Guadalquivir, el abordaje lo efectuarían marineros cantabros. Intentaban desactivar el Puente de Barcas trianero, lugar de abastecimiento de víveres y refuerzos de los sitiados. Por tan meritoria hazaña los cantabros recibieron sustanciosas prebendas de Fernando III y quedaron, históricamente, unidos por –y para- siempre con Sevilla. Ninguna conquista ha sido incruenta y esta no podía ser una excepción. Lo paradójico es que cuantas veces se ha intentado conquistar Sevilla ha sido Ella a la postre la conquistadora. De la avanzadilla de leoneses que llegó a Carmona solo volvieron trece o catorce. Uno, Alonso de Sepúlveda y Quiroga, decidió, aprovechando la oscuridad de la noche, adentrarse en solitario por los vericuetos extramuros de la Ciudad. Quería ser el primer castellano en pisar los territorios del al-Ándalus sevillano. Se dijo para sus adentros y preso de la nerviosera: “Tengo huevos para esto y para mucho más”. Cuando llegó a las inmediaciones de Sevilla la luna empezaba a desperezarse. Asomaba su perfil plateado por entre una nube que se resistía a dejarle paso. Alonso de Sepúlveda y Quiroga, se bajó de su exhausto caballo justo donde los Caños de Carmona se fundían con la Puerta del mismo nombre. Se sentó jadeante en el suelo mientras contemplaba los deshilachados trapos de las pezuñas de su jamelgo. Le acarició suave y amorosamente la cabeza mientras bebía de su desgastado odre un vino tan calentón como necesario. Una vez recuperado el resuello se incorporó dispuesto a acometer la odisea que hasta allí le había convocado. Avanzó sigiloso y pegando su cuerpo literalmente a los fríos muros de la Ciudad. Ignoraba como y de que forma entrar en la misma. Nunca logró olvidar en su posterior y larga existencia sevillana lo que ocurrió a continuación. Sintió un leve siseo a su espalda y, cuando se volvió preso de la incertidumbre, allí estaba ella. Vestía una larga y vaporosa túnica celeste a la que los fulgores de la luna le daban un tono incandescente. Un amplio velo le cubría el rostro haciéndole resaltar aún más sus deslumbrantes ojos verde-esmeraldas. Ella le rogó silencio llevándose el dedo índice de su mano derecha a su cubierta boca mientras que, con la izquierda, le mostraba una pequeño puerta adherida a la muralla. Estaba medio encajada y, por ella, Alonso de Sepúlveda y Quiroga entró –el primero- en Sevilla. Seguía, sin rechistar, los pasos menudos y firmes de una beldad mora que respondía al nombre de Zulema (Mora de la morería / Juanola le puso el cura / Juanola pa toa la vía). Cuanto ocurrió después, si me lo permitís, os lo contaré en una novela (“El conquistador de la luna”) que me tiene entretenido últimamente. Os tendré puntualmente informados.
domingo, 26 de febrero de 2012
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1 comentario:
Esta es una noticia que habría que celebrarla con un botellín fresquito en Casa Curro, o como es más conocido Coronado. No soy capaz de imaginar esta taberna sin la "romera" de Manolo Luque en la puerta.
Felicidades, un abrazo
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