(A Emilio Jiménez Díaz)
Notó como los caballos del desconsuelo
entraban a tropel por los vericuetos de su alma.
No tenía frío: era el frío quien lo tenía a él.
Comprobó que siendo verdad que los muertos
se quedan irremediablemente solos,
no resulta menor la soledad de los huérfanos.
Dios le dijo: “Compañera te doy”,
pero omitió decirle:
“…Y compañera te quito”.
Se buscó en la pena amarga de la Siguiriya
y el musitado rezo en la calle San Jacinto.
Se encontró con el alma desnuda de la sonanta
Y la lágrima monocorde de un cirio de Novena.
En califato melancólico de media luna
y en el plenilunio de la Plazuela.
En poemas de fuente cristalina
y en Cantes que arañan el alma.
Supo aliviado que compartían su pena
gente de caminos compartidos;
sangre de su sangre que Miguel
situaba agrupada en el costado.
Triste Sonata de Pasión y Pena
que Dios pergeña en pentagrama;
rojo amapola que envuelve la azucena
que hoy pasa bajo el Puente de Triana.
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