Comparar, en cualquiera de sus variantes, los tranvías de nuestra niñez con los actuales autobuses de Tussam es tarea realmente complicada. Ambos trasladaban personas de aquí para allá pero, eso si, con unas coordenadas distintas en la relación urbana espacio-tiempo. La configuración de la Ciudad en los últimos cincuenta años ha experimentado un profundo y sustancial cambio. Se crearon muchas Barridas en el extrarradio; aumentó de manera vertiginosa el parque automovilístico y, lo más importante, un más que considerable aumento de la población. Pero como hoy no toca hablar de los tranvías, os remito al imprescindible libro, “Sevilla y sus tranvías” (Apuntes y recuerdos de una historia perdida) de Emilio Jiménez Díaz (pueden encontrarlo sin grandes problemas en el Mercadillo del “Jueves” a un precio realmente módico. Merece la pena tenerlo y sobre todo leerlo). Siempre he sido un pertinaz usuario de los autobuses de Tussam y en la actualidad suelo utilizarlos un mínimo de dos veces diarias. Una vez liberado del yugo laboral acudo cada mañana al Centro de la Ciudad. Lo hago como si cada día fuera el último que me está permitido pasearlo, contemplarlo, padecerlo y disfrutarlo. Me marco cada día distintas rutas y siempre me gusta cubrirlas en solitario (que no en soledad). Utilizo para mis idas y venidas hasta el Reino de la Alfalfa las líneas 12 y 13 y debo reconocer que, dentro de unos problemas inherentes al tráfico de la Ciudad, funcionan bastante bien. Nada que objetar en ningún sentido. Afortunadamente, mi etapa de conductor fue breve en el tiempo y claramente demostrativa de que el Señor no me había llamado por los ruidosos senderos de los Fórmulas-1. Gracias a Dios no tuve ningún contratiempo digno de resaltar (y sobre todo de lamentar). En mí faceta de mal conductor concurrían dos elementos que se complementaban: un claro sentido de la abstracción y una torpeza manual verdaderamente patológica (yo no soy torpe: yo soy “el torpe”). Me suelo nutrir por tanto de las vivencias que experimento cada día en el interior de los autobuses y, debo reconocer, que cubren con creces mi vocación de sociólogo frustrado. El admirable Paco Correal escribió hace un tiempo en “Diario de Sevilla” una serie de excelentes artículos sobre los autobuses sevillanos. Uno, lamentablemente, no puede llegar a alcanzar tanto talento. En el autobús se dan a diario una serie de circunstancias acorde con sus variopintos usuarios. Me daría, a que dudarlo, para muchos Toma de Horas. Lo que si se suele repetir son unas expresiones que permanecen invariables a lo largo de los años. Pongamos algunos ejemplos. Cuando se queda un asiento libre, y hay dos o tres posibles candidatos, el más avispado dice: “Ea, vamos a quitarnos de en medio”. Parece como si al sentarse se hiciera invisible dentro del autobús. Otro. Cuando va repleto hasta las “trancas” siempre dice alguien desde la cabecera: “Andá un poquito palante que detrás está vacío. Acordarse de los que están fuera”. Uno más. Va el autobús repleto y el conductor sigue abriendo la puerta. Invariablemente alguien dirá: “Es que vamos como latas en sardinas”. No atunes, ni anchoas, ni berberechos; siempre serán sardinas. Seguimos. Cuando llega la primavera, y todavía no está en funcionamiento el aire acondicionado, se mezclan los calurosos y los frioleros. Algunos de los primeros dirá invariablemente: “Por favó abrí las ventanas (nunca dicen ventanillas) que nos vamo a axfisiá”.
La última (otro día seguiremos) es cuando alguien te pisa cinco veces y te clava otras tantas el codo en las costillas. Aunque te quejes educadamente no te escaparás de que te mande –para evitarte las “agresiones”- a “coger un taxi”.
Son historias, pequeñas historias urbanas, que nuestros políticos se pierden en aras de una pretendida seguridad personal. Se ocultan de los verdaderos sentires de la gente pertrechados y resguardados en despachos y coches oficiales. Cuando un correligionario socialista le recriminó a don Julián Besteiro como, a pesar de su alto cargo, viajaba siempre en los trenes en clase segunda o tercera, este le contestó: “¿Cómo pretendemos defender los problemas de la gente sin conocerlos de primera mano?
La última (otro día seguiremos) es cuando alguien te pisa cinco veces y te clava otras tantas el codo en las costillas. Aunque te quejes educadamente no te escaparás de que te mande –para evitarte las “agresiones”- a “coger un taxi”.
Son historias, pequeñas historias urbanas, que nuestros políticos se pierden en aras de una pretendida seguridad personal. Se ocultan de los verdaderos sentires de la gente pertrechados y resguardados en despachos y coches oficiales. Cuando un correligionario socialista le recriminó a don Julián Besteiro como, a pesar de su alto cargo, viajaba siempre en los trenes en clase segunda o tercera, este le contestó: “¿Cómo pretendemos defender los problemas de la gente sin conocerlos de primera mano?
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