Es una tranquila tarde de un sábado de febrero donde las luces se resisten -algo más- en dejarle paso al reino de la noche. El cielo esta salpicado de nubes dispersas, grisáceas y poco compactas. Se mantienen estáticas y suspendidas sobre un techo de cielo celestón. Todavía no es el azul-añil que nos deparará la ya inminente primavera. En los árboles cercanos no se mueve una sola hoja. Esta tarde el frío aguarda escondido para clavarnos sus últimas puñaladas invernales. Al fondo de los bloques de cemento se vislumbran los últimos coletazos del astro sol. Parece un ascua de candela dando su postrer suspiro por la cornisa del Aljarafe. Unas palomas revoletean juguetonas en el pretil de una cercana azotea. Dos niños juegan a”la pelota” en la calle, dejando meridianamente claro que Dios no los llamará para que vivan de la profesión de Leo Messi. Dos octogenarios caminan cogidos amorosamente de la mano para combatir la soledad con el afecto. El luminoso de una cercana farmacia nos recuerda que vive en estado de guardia permanente (paracetamoles del mundo uníos). Todo parece enmarcado en la templanza de las cosas cotidianas. En Radio Clásica de RNE se escucha la Sinfonía nº 2 de Mahler. Acabo de terminar la lectura de “La canción de Dorotea” de Rosa Regás. Asomado a mi terraza veo cuanto os comento. Es una de esas tardes donde Sevilla se nos muestra espléndida en todo su cromatismo exterior. Te pertenece por entero por saberla apreciar y saborear en toda su plenitud. Las murallas del Alcázar no se crearon para evitar invasiones exteriores, sino para salvaguardar las luces que se mueren en los atardeceres sevillanos. Allí queda la luz a buen recaudo para ser liberada cada día en un nuevo amanecer. No son tardes proclives para la melancolía sino para la ensoñación. No hay todavía elementos nuevos –afortunadamente- que las enturbie. Pareciera como si Dios estuviera dando pinceladas celestiales sobre el cielo de la Ciudad. ¿Por qué la belleza es siempre tan corta y efímera? Empiezan en los bloques cercanos a encenderse las primeras luces hogareñas. Se desperezan los “poleosos” del mediodía. Las mujeres preparan café para acompañar a los “palos de nata”. Los niños juegan recluidos en sus confortables cuartos, y los abuelos ven los atardeceres por sus “residenciales” ventanas presos de la melancolía. La tarde se va difuminando sin ofrecer resistencia y sus colores se van perdiendo apresados por las sombras. Mañana será otro día y nosotros seremos algo más viejos. La Ciudad seguirá rodando en su mágico círculo de claroscuros invernales. Las guitarras duermen el noble sueño de los justos guardadas en sus fundas. El Cristo de las Mieles siente sobre su corona de espinas el amargo sabor de la derrota definitiva. Los colores de la tarde nos salvan del naufragio y nos recuerdan que ya va quedando menos. Todo renacerá de nuevo, y los tópicos de la Ciudad nos harán desembarcar, un año más, en la Gloria. Mientras, disfrutemos de esta interiorización al sevillano modo. Estamos vivos y apresados amorosamente por el tiempo intemporal de la belleza más sutil. Los colores de la tarde.
lunes, 6 de febrero de 2012
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