“La muerte es algo que no debemos temer porque,
mientras somos, la muerte no es y
cuando la
muerte es, nosotros no somos”
- Antonio Machado -
Hoy, uno de noviembre, es el Día de Todos los Santos. De todos sin
excepción incluyendo a los buenos, malos y regulares que de todo habrá en la Viña del Señor. Mañana, día
dos, lo será de los difuntos. De todos los difuntos. Definitivamente es la
muerte quien se encarga de igualar al género humano. La condición de muerto
siempre se antepondrá a cualquier otra de índole social, cultural, político o
religioso. Lo que fuiste ya es historia y ahora ya formas parte de las hojas
caídas en el otoño. Estar muerto es algo
sumamente contradictorio: se está sin estar ya.
El estado civil de las personas se tendría que simplificar entre los que
están entre los vivos y aquellos que ya descansan para la eternidad (cosa
curiosa que al hecho de morirse siempre se haya equiparado con el descanso
eterno. ¿Tan duro es el ejercicio de vivir?). Estar soltero/a, casado/a,
separado/a, divorciado/a, rebujado/a, liado/a siempre resultará una cuestión
complementaria. Estar en lista de espera sentimental a la larga (y puede que
también a la corta) siempre nos supondrá algo de poco calado vivencial. Lo
verdaderamente importante en la vida es estar vivo. Lo demás siempre nos
resultará secundario (aunque en no pocos casos extremadamente doloroso). La
muerte por nuestra tierra siempre resultó algo de una gran solemnidad. La Semana Santa
sevillana es en síntesis la deslumbrante crónica histórica de una muerte
anunciada (para muchos con final feliz). Sevilla es una ciudad pendular y
contradictoria por así haberlo determinado los sevillanos a lo largo de su
historia. Los Cristos sevillanos se mueren o están ya muertos dentro de una
mezcla armoniosa entre la ética (el final compartido) y la estética (el final
asumido). Barroquismo en estado puro.
Nadie ni nada representa la muerte como el Cristo de las Mieles de Antonio
Susillo. El escultor con tan solo
treinta y nueve años de edad se suicidó. Se pegó un tiro en la cabeza junto a
las vías del tren que lindaban con San Jerónimo. Una partida definitiva y eterna para a la
postre ser enterrado a los pies de su Cristo de las Mieles. El mismo que, y
nunca mejor dicho, está enclavado justo en el epicentro del Cementerio
sevillano. La amargura de la muerte endulzada con la miel de las abejas. En la Entrada del Camposanto
sevillano existe un azulejo de la
Soledad de soledades para depositar las coronas. Hacia el
centro una rotonda silvestre con un Cristo misericordioso llamado de “las
Mieles”. El mismo que extiende sus brazos y su dolor acogiendo a los que entran
para siempre. Todo perfectamente sincronizado incluyendo lo inusual del
posicionamiento de sus pies. Ahora toca rendir homenaje a nuestros difuntos y
mañana Dios dirá. Son las contradicciones del sentido de las cosas: Sevilla,
una ciudad creada para la vida y, en todo el mundo, es aquí donde mejor se
organizan los entierros. Una escenificación donde los primeros actores, que son
los muertos, siempre terminan haciendo
mutis por el foro. La pena amarga con una fecha determinada en el calendario
sentimental de los días y las cosas. Dos de noviembre. Miel y limón como símbolos de la existencia
humana. El epílogo de la vida mostrado
al sevillano modo.
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