sábado, 29 de noviembre de 2014

Cuentos de azotea: 8. Fecha de caducidad




“Pensaba que solo habría
Sombra, silencio, vacío.
Y murió. Estaba en lo cierto.
El mismo Dios se lo dijo”
- José Hierro -

   En la temida visita a la Clínica de Nuestra Señora de la Caridad (bien entendida y mejor aplicada) tuvo que reconocer que el médico no le anduvo con rodeos: “Lamento tener que decirle que le quedan de cuatro meses de vida”. Cuando algo apesadumbrado le contestó que en tan poco tiempo no le podría pagar el importe que le debía el galeno le replicó: “Bueno vale, lo dejamos entonces en seis meses y…un día”.

   Llevaba ya una larga temporada que notaba al defecar como al limpiarse dejaba en el papel higiénico unas difusas manchas de sangre.  Dado que su abuelo y su padre habían fallecidos de cáncer de colon pensó que ahora le había tocado a él. Hacia tan solo una semana que había cumplido los setenta años de edad y al salir a la calle con el sobre de las malas noticias en el bolsillo de la chaqueta pensó para sus adentros: “Ya tengo fecha de caducidad”. Siempre se había preguntado como reaccionaría si le llegaba una ocasión como esta y ahora era el momento de salir de dudas. Primero analizó la noticia en positivo. Había vivido bien y de manera muy densa a lo largo de su vida. Era abuelo de tres nietos maravillosos que llenaban al completo sus ansias de felicidad. El balance general se le presentaba como muy positivo. Había escrito seis libros (cuatro novelas, un libro de poemas y un ensayo sobre los últimos años del franquismo); le quedaban cuatro amigos de verdad y sabía del amor y sus consecuencias (buenas y malas). Predicó; dio trigo y ayudó a recoger las cosechas ajenas. Nunca se escondió ante la tormenta y supo aguantar el timón como un buen timonel.  Tenía la fe necesaria para que todo al final cobrara sentido.  Después se le vinieron encima los aspectos negativos de la noticia. Primero como comentársela a sus seres más queridos y allegados. Luego como afrontar un periodo tan duro como corto. Hacer lo que no había hecho hasta ahora se le antojaba una tarea tan inútil como complicada. ¿Viajar a sitios exóticos cuando sus fuerzas irían menguando por día? ¿No es una quimera intentar recuperar en seis meses el tiempo perdido en toda una vida? ¿Reorganizar su copioso archivo con documentos, revistas y libros relativos al periodo andalusí? ¿Decir si donde nunca debió decir no y decir no donde nunca debió decir si?  ¿Todo ya con que finalidad?  Al final queda claro que toda vida es esclava y deudora de las circunstancias personales que la rodean. Distes besos de más y abrazos de menos y ahora la cosa ya no tiene vuelta atrás. Tenía una prorroga de seis meses y un día. Una porción de aire fresco antes de que se le cerraran definitivamente las ventanas.

    No sabía si tendrían que operarlo ni cuanta dosis de dolor y desosiego se vería obligado a soportar. Sabía, eso si, que cuando se cruza la barrera de los sesenta y cinco tacos de almanaques hay conceptos clínicos que se te hacen familiares.

  La dichosa artrosis-artritis. El nivel del colesterol o los triglicéridos. La presión arterial y las pulsaciones para conocer la frecuencia cardiaca. La jodida próstata que hace cualquier cosa menos poner la “cosa” en su sitio. La temida híperglucemia que enciende la luz verde que le da paso al temido “jamacuco”. Todo un cúmulo de términos médicos que hace muy pocos años eran unos perfectos desconocidos.  Dicen que es ley de vida nacer, crecer, madurar, enfermar y morir.

   Ahora la cuestión era como afrontar el epilogo de su existencia terrenal.  Fue el menor de cinco hermanos.  Un niño extremadamente educado componente de una familia pudiente de misas domingueras  y veraneos en el Puerto de Santa María.

    Se crió en el Colegio Portaceli donde le llamaba poderosamente la atención ver como los niños pobres entraban por otra puerta y estuvieran diametralmente separados de los niños ricos. Se puede decir que ahí empezó a fraguarse su conciencia de clase y que la misma tomó forma definitiva en la Facultad de Derecho sevillana. Ahora a los setenta años de edad las cosas pintaban muy mal para su persona. Era como una gota de rocío que el sol, más pronto que tarde, termina por evaporar.

   Primero militó muy joven en la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) de inspiración trotskista para posteriormente caer de bruces en los brazos del PSOE.  Empezó a frecuentar la Asesoría Laboral de Felipe González en la calle Capitán Vigueras y cada tarde se pasaba por la Librería Antonio Machado en busca de los libros prohibidos por el franquismo.  Fue de los pocos que dieron la cara en Sevilla durante la Dictadura franquista y fue detenido por la Brigada Político-Social (la Social en términos populares) en siete ocasiones. Su familia no paraba de interceder para que lo pusieran en libertad a la par que trataban de convencerlo de su inoportuno  comportamiento. Querían inútilmente convencerlo de donde estaba su sitio. Pero la desilusión pudo más que los consejos familiares. Solo bastó que entrara la Democracia y se percatara  donde terminarían las ilusiones de la izquierda para que les mandara el carné con un lacito negro.

    Siguió trabajando toda su vida de Abogado Laboralista hasta que cansado de despropósitos y barbaridades consentidas buscó la puerta de salida vía jubilación. Esbozó una amarga sonrisa recordando las vueltas que da la vida: un antiguo trotskista saliendo de penitente en la Hermandad de las Siete Palabras. Siete palabras bastaban para definir lo que había sido su vida: solidaridad, bondad, sacrificio, honradez, pasión, cariño y desprendimiento. Es verdad que al final siempre existirá una gran brecha entre lo que fuimos y lo que somos. Quien este libre de culpa que tire la primera Biblia (la del Antiguo Testamento).

   Tendría que asumir que en este breve intervalo entre el ser y la nada pasaría días buenos y días malos. Tocaba resignarse y aspirar profundamente el aire de cada nuevo amanecer. Ya le quedaban pocos y los últimos los pasaría entubado hasta las trancas. En fin, los humanos le ponemos fecha de caducidad a casi todas las cosas y al final es Dios quien marca la caducidad de nuestra existencia. Lo dejó dicho Ana María Matute: “Todo, sin excepción, tiene su final y todo es siempre pasto del olvido”.  ¡Manda huevos! que diría el de las Cantes de Trilla.

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