Era una monja del Convento de las Salesas enclavado desde tiempo
inmemorial en la Plaza
de Las Mercedarias sevillana. Menudita, frágil, como diría mi madre bajita de
cuerpo y con una carita angelical que a mi siempre me pareció de porcelana. Era
la encargada de gestionar las relaciones exteriores del Convento. Atendía en la
puerta a los visitantes que tiraban de la cadenita de la campana situada bajo
un Corazón de Jesús. Su indumentaria era un hábito que combinaba el negro con
el marrón y siempre me llamó poderosamente la atención dos detalles de su
austera vestimenta: un delantal blanco como la nieve y unas alpargatas negras
de cáñamo (o quizás fueran de esparto). Difícilmente levantaba la vista del
suelo mientras hablaba y cuando salía a realizar gestiones callejeras lo hacia
acompañada de una monja más joven que ella. La Plaza de las Mercedarias era el centro neurálgico
de los juegos infantiles de mi generación del Barrio y allí solíamos acudir a
diario. La veía en la puerta del Convento barriendo los escalones de la entrada
o atendiendo a cualquier visitante. Me
llamaba poderosamente la atención su carita de porcelana y su entrega absoluta
a la causa de un Cristo Redentor. Siempre me ha fascinado este mundo interior
conventual femenino donde la avaricia, la vanidad y la usura ni están ni se les
espera. Reparten su tiempo entre los
rezos, las plegarias, las faenas de costura, huertos y hornos confiteros y el
mantenimiento de un recinto que, más que su casa, lo consideran una antesala
hacia la eternidad. Los hombres, para lo bueno y lo malo, cuando abrazan el
sacerdocio no consiguen apartarse de los males humanos. Las mujeres que se
hacen monjas renuncian a todo menos a rendirle culto y pleitesía al Dios de
Abrahán. No hace muchos años volví a ver a “mi monjita de la carita de
porcelana”. Pasé en el coche de un amigo por la Puerta Carmona y allí estaba
sentada sola en la parada del autobús con una enorme bolsa a sus pies. El
semáforo en rojo me permitió observarla durante un par de minutos y la noté muy
mayor y con aspecto de estar ya muy cansada.
Eso si, su carita de porcelana seguía intacta. Ahora ya estará barriendo
los escalones de la Puerta
del Cielo.
Juan Luis Franco – Miércoles Día 22 de Abril del 2015
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