martes, 17 de marzo de 2009

La Hora Crepuscular.

Distintos avatares personales han condicionado que mi madre, camino ya de los 97 años, se encuentre ingresada en una residencia de ancianos (sigue sin gustarme mucho lo de la Tercera Edad). Se encuentra en una a lo que no me resisto el dar su nombre. Se llama Santa Gema y esta situada en el barrio del Porvenir, más concretamente en el número cinco de la calle Brasil. Lo hago con sumo placer por lo excelentemente acondicionada que está y, lo que es más importante, por la enorme calidad profesional y humana de quienes allí prestan sus servicios. Verdaderamente admirable el trabajo que desarrollan y el enorme cariño y dedicación que ponen en sus duros quehaceres cotidianos. Dios les bendiga.

Visito a mi madre siempre que puedo e intento exprimir su presencia física (pues la sentimental hace tiempo que navega por los mares del olvido y la desmemoria), sabiendo que ha entrado de lleno en los días, meses, o años (¿) previos a su último deambular por esta Tierra de María Santísima. Dentro de muy poco será la mayor herida vivencial que la vida me habrá provocado hasta el día de hoy. Es Ley natural que su vida se extinga en breve, pero es tanto lo que me une a ella que al desaparecer me cubrirá el triste y negro manto de la orfandad. Un día me dijo presagiando su final (a ella que era –y es- pura vitalidad nunca le gustó hablar mucho de estos temas) que no me preocupara por su ausencia, que siempre tendriamos dos sitios donde encontrarnos. A saber: la Basílica del Gran Poder y la Iglesia de San Nicolás. El Señor de Sevilla y la Candelaria siempre fueron el faro y la luz que alumbraron su existencia y que afortunadamente supo transmitirme sin necesidad de explicaciones complementarias. Llevó a rajatabla la máxima machadiana de…..”caminante no hay camino, se hace camino al andar….”
Cuando la visito en la Residencia en estas mañanas cuaresmales, tienen sentados y agrupados a los ancianos al dulce calor que proporciona el sol en el jardín. Alli Carmen, María, Mari Loli, don Pedro….nos dán cada día una gratificante lección de afecto, humanidad y profesionalidad (una mañana le escuche a don Pedro –el médico- aconsejarle a Pepe -al que por cierto le une una gran amistad con Pepe Luis Vázquez- que no abusara de los fármacos y que si podía se tomara una copa de vino tinto del bueno cada día ¡olé por los médicos que saben!).
Son como restos del naufragio de la vida. Cada uno con una historia propia y singular a sus espaldas. Les observo con sumo cariño y atención y me conmueven. Son atendidos con suma consideración y afecto. Es precisamente lo que más necesitan, mucho cariño y no sentirse solos y marginados. Están de vuelta de todo y ya solo esperan el lento transcurrir de las horas y los días. Viven con la esperanza de alguna visita familiar que les retrotraiga a lo que fueron y que ya para siempre nunca volverán a ser. Creo - por lo que tengo observado- que estos ancianos se podrían clasificar en cuatro grupos. Están los depresivos que lloran casi de manera permanente. Saben lo que son y lo que fueron y les dá tristeza su situación. Luego están los supervivientes, aquellos que se adaptan a su nueva situación y le sacan partido a cada hora del nuevo día que se les ofrece. Estar vivo y pelear es lo que les importa. Despues veo a los rebeldes. Se niegan en redondo a aceptar su situación y viven en un estado de disconformidad permanente. Por último –entre los que incluyo a mi madre- están los que ya no saben ni lo que fueron ni lo que son, y viven apresados por la confusión mental. Comen, beben, duermen y respiran pero ya solo son retazos de la memoria perdida en los mares de los sueño

Todos, absolutamente todos, están en sus horas crepusculares. Se han dejado en el camino jirones de su piel para sacarnos adelante. Son personas y como tales los habrá de toda clase y condición. Habrán sido en sus vidas buenos, regulares o malos. Pero ahora es cuando nos toca valorar los desvelos que tuvieron para darnos cariño y binestar. Toca pagarles una parte de la hermosa lección de sacrificio, cariño y solidaridad que nos brindaron. En ellos está lo mejor de lo que somos y lo que podamos llegar a ser. Seguro que si les dedicamos una pequeña porción de nuestro tiempo –lamentablemente siempre tan lleno de ocupaciones- y nuestro cariño se sentirán satisfechos. Luego, ya tendremos tiempo de recordarlos en fotos color sepia, en sillas vacias en comidas de Navidad y podremos pedir por sus almas –y las nuestras- en misas y oraciones. Ahora toca remangarse que ellos con nosotros nunca tuvieron tiempo de bajarse las mangas.

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